MARC BLOCH
.APOLOGÍA PARA LA HISTORIA O EL OFICIO DE HISTORIADOR
Prefacio de JACQUES LE GOFF
FONDO DE CULTURA ECONÓMICA
MÉXICO, 2001
PREFACIO
JACQUES LE GOFF
Es sabido que el gran historiador, cofundador, en
1929, de la revista Annales (titulada
por entonces Annales d'histoire économique et
sociale y hoy Annales, Économies, Sociétés, Civilisations), que, por
ser judío, había debido ocultarse
durante el régimen de Vichy, entró en
1943 en la red de francotiradores de la Resistencia en Lyon y fue fusilado por los alemanes el 16 de junio
de 1944, cerca de esta ciudad. Fue una
de las víctimas de Klaus Barbie.
Marc Bloch dejaba inconclusa, entre sus papeles,
una obra de metodología histórica
compuesta al final de su vida y titulada Apologie pour l'histoire, subtitulada en el
plan más antiguo O cómo y por qué
trabaja un historiador, y que finalmente fue publicada en 1949 por Lucien Febvre con el título de
Apología para la historia o el oficio de
historiador.
No emprenderé aquí un estudio sistemático del texto
compulsándolo contra la obra anterior de
Marc Bloch, publicada o aún inédita en
1944. Sin embargo, será importante ver si Apología para la historia representa en esencia la
encarnación de la metodología aplicada
por Marc Bloch en su obra, o si señala una nueva etapa de su reflexión y de sus
proyectos.
Tampoco emprenderé el estudio, que exigiría una
investigación de gran aliento, de una
comparación entre ese texto y otros textos
metodológicos de fines del siglo XIX y la primera mitad del xx, en particular de la oposición entre ese
texto y la célebre Introducción a los
estudios históricos, de Langlois y Seignobos (1901), que el propio Marc Bloch estableció, como lo
prueba la nota 1 de su manuscrito (véase
la nota en la p. 41), como contraste, pese al homenaje que rinde a esos dos historiadores que fueron
sus maestros. Ello no tiene nada de sorprendente, pues los Annales, desde su
creación, se presentaron como el órgano de un combate contra la concepción de la historia
definida por Langlois y Seignobos.
Esforzándome por ser el discípulo postumo —ya que,
por desgracia, no pude conocer a Marc
Bloch— de ese gran historiador cuya obra
y cuyas ideas fueron para mí, y siguen siéndolo,
las más importantes en mi formación y mi práctica de historiador, y habiendo tenido el honor de
pasar a ser en 1969, gracias a Fernand
Braudel (gran heredero de Lucien Febvre y de Marc Bloch), codirector de los Annales, en las
páginas que siguen trataré simplemente
de expresar las reacciones actuales de un historiador que se sitúa en la
tradición de Marc Bloch y de los Annales
y que se esfuerza por practicar para con ellos la fidelidad definida por este último, indicando
en la nota antes evocada que la
fidelidad no excluye la crítica. Me propongo decir lo que significaba ese texto en el marco
general de la historiografía, en
particular de la historiografía francesa en 1944, y lo que sigue significando aún hoy.
El titulo y el subtítulo Apología para la historia
o cómo y por qué trabaja un historiador
expresan claramente las intenciones de Marc Bloch. La obra es, ante todo, una
defensa de la historia.
Esta defensa se ejerce contra los ataques
explícitos que va evocando en la obra y
en particular los de Paul Valéry, pero también contra la evolución real o
posible de un saber científico a cuyos márgenes sería expulsada la historia, o
incluso excluida. También puede creerse que Marc Bloch quiere defenderla contra
los historiadores que, a sus ojos, creen servirla y le hacen un flaco servicio.
Por último, y creo yo que tal es uno de los puntos fuertes de la obra, intenta
precisar las distancias de la obra ante los sociólogos o los economistas cuyo pensamiento le interesa, pero cuyos
peligros para la disciplina histórica
también ve. El subtítulo definitivo, O el oficio de historiador, que remplaza de manera pertinente al primer subtítulo,
subraya otra preocupación de Marc Bloch:
definir al historiador como hombre de
oficio, investigar sus prácticas de trabajo y sus objetivos científicos, como veremos, incluso más allá de
la ciencia.
Lo que el título no dice pero sí lo dice el texto
es que Marc Bloch no se contentó con
definir la historia y el oficio del historiador
sino que también quiso indicar lo que debe ser la historia y cómo debe trabajar el historiador.
Antes de reanudar mi lectura del texto de Marc
Bloch, deseo subrayar la extraordinaria
capacidad del historiador para transformar
su vivencia presente en reflexión histórica.”…
…” Marc Bloch reflexionó sobre el acontecimiento "en caliente" y lo
analizó prácticamente fuera de todo
archivo, sin toda la documentación que parece necesaria al historiador; y, sin embargo, verdaderamente
hizo obra de historiador y no de
periodista; pues aun los mejores periodistas
se mantienen "pegados" al acontecimiento. Ahora bien, desde junio de 1940, cuando se encuentra
en la ciudad de Rennes ocupada, lejos de
toda biblioteca, Marc Bloch aprovecha sus
"ratos de ocio, llenos de las amenazas que le ha preparado un destino extraño" para reflexionar, en
un texto que, como lo escribió él, en
las circunstancias en que lo elaboró, necesariamente toma el tono de un testamento, sobre el
problema de la legitimidad de la
historia y para esbozar algunas de las ideas claves de lo que será la Apología para la
historia.”…
…“Me explayaré un poco sobre la Introducción de ese
texto, pues enuncia algunas de las ideas
fundamentales de la obra proyectada. Como punto de partida, Marc Bloch toma la pregunta de un hijo a su padre, ("Papá, explícame para qué sirve la
historia.") ¿para qué sirve la historia? Esta confidencia no sólo nos muestra a un hombre
que es tanto padre de familia como
servidor de su propia obra; nos introduce en el corazón mismo de una de sus convicciones: la
obligación de la difusión y de la
enseñanza de sus trabajos por el historiador. Nos dice que debe "saber hablar, en el mismo
tono, a los doctos y a los alumnos"
y subraya que "tal sencillez es el privilegio de unos cuantos elegidos". Aunque sólo fuera por
esta afirmación, la obra seguiría siendo
hoy —cuando la jerga técnica ha invadido demasiados libros de historia— de una
actualidad palpitante.
La expresión misma de "legitimidad de la
historia" que desde los primeros renglones emplea Marc Bloch, muestra que
el problema epistemológico de la historia para él no es solamente un problema intelectual y científico, sino
también un problema cívico y hasta
moral. El historiador tiene sus responsabilidades, de las que debe "rendir cuentas". Marc
Bloch coloca así al historiador entre los
artesanos que deben dar prueba de conciencia profesional pero —y tal es una marca de su genio, al
pensar de inmediato en la perdurabilidad
histórica—, "el debate supera ampliamente los pequeños escrúpulos de una
moral corporativa. Toda nuestra civilización
occidental se interesa en él". Vemos allí afirmadas, de un solo golpe, la civilización como objeto
privilegiado del historiador y la
disciplina histórica como testimonio y parte integrante de una civilización.
E, inmediatamente, en una perspectiva de historia
comparativa, Marc Bloch señala que
"a diferencia de otros tipos de cultura, la civilización occidental siempre ha esperado
mucho de su memoria", y así se
introduce una pareja fundamental para el historiador y para el amante de la historia: historia y
memoria, memoria que es una de las
principales materias primas de la historia, pero que no se identifica con ella. De inmediato se presenta
la explicación de un fenómeno que no
sólo se menciona. Esta atención a la memoria es para el Occidente la herencia de la Antigüedad y a la vez
la herencia del cristianismo.
Siguen algunos renglones resumidos por una fórmula
lapidaria cuya fecundidad acaso no haya
sido aún completamente aprovechada:
"El cristianismo es una religión de
historiadores". Al respecto, Marc
Bloch menciona dos fenómenos que, según él, se encuentran en el núcleo mismo de la historia: por una
parte, la duración, materia concreta del
tiempo; por otra parte, la aventura, forma
individual y colectiva de la vida de los nombres, arrastrados por sistemas que los superan y a la vez
confrontados a un azar en el cual a
menudo se expresa la movilidad de la historia. Marc Bloch también hablará, más adelantado el libro, de
las "aventuras del cuerpo".
Si Marc Bloch supone, en seguida, que los franceses
tienen menos interés por su historia que
los alemanes por la suya, no estoy seguro
de que tenga razón. Pero creo que encontramos allí la expresión de un sentimiento profundo de Marc
Bloch para con los alemanes, sentimiento
que viene tanto de la experiencia de su permanencia
de estudiante en Alemania en 1907-1908, como de su experiencia de historiador. Hay en la
historiografía alemana y en la propia
historia alemana (no olvidemos que Marc Bloch escribía durante la guerra) una orientación
peligrosa, debida a su pasado, debida a
la historia.
Ese juicio sobre las relaciones de los franceses
con su historia también está marcado por
la desazón de la derrota, y el pesimismo en el que vive Marc Bloch le lleva a hacer
previsiones apocalípticas.
Según él, si los historiadores no se muestran
vigilantes, la historia corre el riesgo
de hundirse en el descrédito y desaparecer de nuestra civilización. Desde luego, se trata
de la historia en tanto que disciplina
histórica, y Marc Bloch tiene conciencia de que, a diferencia de la historia, coextensiva ella
misma con la vida humana, la ciencia
histórica es un fenómeno que a su vez es histórico, sometido a condiciones históricas. Legitimidad
de la historia, pero también fragilidad
de la historia.
Y sin embargo, en cuanto Marc Bloch evocó este
apocalíptico fin de la historia, su
lúcida mirada de historiador, alimentado por el optimismo fundamental del hombre, propuso
una visión más apacible y más
esperanzadora de los acontecimientos históricos.
"Nuestras tristes sociedades", y la
similitud con los Tristes trópicos de
Claude Lévi-Strauss me parece notable, "se ponen a dudar de sí mismas" y se preguntan si el pasado no es
culpable, ya sea que las haya engañado,
ya sea que no hayan sabido interrogarlo. Pero la explicación de tales angustias es que esas
"tristes sociedades" están "en
perpetua crisis de crecimiento": allí donde otros historiadores habrían hablado de decaer y de decadencia,
Marc Bloch, quien supo analizar tanto
periodos de crisis como de mutación y de crecimiento, vuelve a dar un sentido positivo
y una esperanza a esas sociedades y a
los movimientos de la historia.
Vemos así que la entrada en materia del libro es
grave. Es un tema serio, abordado en una
situación dramática. Sin embargo, Marc
Bloch recupera y repite al punto una de las virtudes de la historia: "distrae". Antes que el
deseo de conocimiento, es estimulada por
"el simple gusto". Y tenemos allí rehabilitados, en un lugar ciertamente marginal y limitado, la curiosidad
y la novela histórica puesta al servicio
de la historia: los lectores de Alejandro Dumas no son, tal vez, más que "historiadores en
potencia". Por consiguiente, para
hacer buena historia, para enseñarla, para hacerla amar, no hay que olvidar que al lado de sus
"necesarias austeridades" la
historia "tiene sus propios goces estéticos". Asimismo, al lado del necesario rigor ligado a la
erudición y a la investigación de los mecanismos históricos, hay la
"voluptuosidad de aprender cosas
singulares" y de allí brota ese consejo que igualmente me parece muy oportuno aún hoy:
"Cuidémonos de no retirarle a
nuestra ciencia su parte de poesía".
Comprendamos bien a Marc Bloch. No dice: la
historia es un arte, la historia es
literatura. Sí dice: la historia es una ciencia, pero una ciencia entre cuyas características
puede estar su flaqueza pero también su
virtud, que consiste en ser poética porque no se la puede reducir a abstracciones, a
leyes, a estructuras.
Intentando definir "la utilidad" de la
historia, Marc Bloch encuentra entonces
el punto de vista de los "positivistas" (y, siempre interesado en distinguir a los historiadores
matizados de los historiadores
sistemáticos, añade "de estricta observancia").
Sería necesario un estudio profundo de ese término
y de su empleo por Marc Bloch y los
historiadores de los Annales. Hoy suscita
reticencias o incluso hostilidad, hasta de algunos historiadores abiertos al espíritu de los Annales. Aquí sólo
puedo esbozar las orientaciones de una
investigación y de una reflexión. Los historiadores
"positivistas" a los que apuntó Marc Bloch están marcados por la filosofía
"positivista" de fines del siglo XIX, la escuela de Auguste Comte: era una filosofía aún
dominante a través de matices a menudo
profundos”…” y que constituía el fondo de
la ideología filosófica en Francia por la época en que Marc Bloch era estudiante. Pero también elaboraron
un pensamiento específico en el dominio
de la historia, y este pensamiento, el cual tenía el mérito —que no lo niega Marc Bloch—
de tratar de dar fundamentos objetivos,
"científicos" al estudio histórico, al empobrecer el historicismo alemán de fines del siglo XIX,
tuvo sobre todo el gran inconveniente de
limitar la historia a "la estricta observación de los hechos, la falta de moralización y de
ornamento, la pura verdad
histórica" (diagnóstico del estadunidense Adams, desde 1884).
Lo que Marc Bloch no aceptaba de su maestro Charles
Seignobos, principal representante de
esos historiadores "positivistas", era que comenzara el trabajo del
historiador tan sólo con la recabación de
los hechos, mientras que una fase anterior y esencial exigía del historiador la conciencia de que el
hecho histórico no es un dato "positivo", sino el producto de una
construcción activa de su parte, para
transformar la fuente en documento y luego constituir esos documentos y esos hechos
históricos en problema.
Tal es el sentido del "positivismo" reprochado
a esos historiadores, positivismo que se
tiñe de utilitarismo cuando, en lugar de hacer historia total, reducen el trabajo
histórico a lo que les parece que puede
"servir a la acción".
Marc Bloch defiende entonces, con energía, la
especificidad, la aparente inutilidad de
un esfuerzo intelectual desinteresado. En la disciplina histórica encuentra una
tendencia propia del hombre en general:
la historia es también, en ese sentido, una ciencia humana: "Sería infligir a la humanidad
una extraña mutilación si se le negase
el derecho de buscar, fuera de toda preocupación de bienestar, cómo sosegar su hambre
intelectual".
Aparecen aquí dos palabras claves para comprender
el temperamento de historiador de Marc
Bloch. "Mutilación": Marc Bloch rechaza una historia que mutilaría al hombre
(la verdadera historia se interesa en el
hombre íntegro, con su cuerpo, su sensibilidad, su mentalidad y no solamente sus ideas y sus
actos) y que mutilaría a la historia
misma, que es un esfuerzo total por captar al hombre en la sociedad y en el tiempo.
"Hambre": el término evoca ya
la frase célebre inscrita desde el primer capítulo del libro:
"El buen historiador se parece al ogro de la
leyenda. Ahí donde olfatea carne humana, ahí sabe que está su presa". Marc
Bloch es un hambriento, un hambriento de
historia, un hambriento de hombres en la
historia. El historiador debe tener apetito. Es un devorador de hombres. Marc
Bloch me hace pensar en aquel teólogo
parisiense de la segunda mitad del siglo xvii, el cual era devorador de libros, en los que buscaba la
vida y la historia, Petrus Comestor,
Pierre el Devorador.
Aunque no sea "positivista", la historia
no deja de ser para Marc Bloch una
ciencia, y uno de sus afanes más notables en este libro es el constante apelar a las ciencias
matemáticas, a las ciencias de la naturaleza,
a las ciencias de la vida. No con objeto de tomar de ellas recetas para la historia. Marc Bloch
recurría a la estadística (de empleo
limitado para un medievalista), y perteneció al periodo anterior a la historia cuantitativa. Mas para
indicar la unidad del campo del saber,
aun si la historia ya ha conquistado su autonomía como paradigma, "no sentimos ya la
obligación de tratar de imponer a todos los objetos del saber un modelo
intelectual uniforme, tomado de las
ciencias de la naturaleza física". Sin embargo, una misma condición identifica a las
verdaderas ciencias:
"Las únicas ciencias auténticas son las que
logran establecer entre los fenómenos
unos nexos explicativos". Por tanto, la historia, para ocupar un lugar entre las ciencias, debe
proponer "en lugar de una simple
enumeración [...], una clasificación racional y una inteligibilidad progresiva".
Marc Bloch no le pide a la historia definir leyes
falsas, que la intrusión incesante del
azar hace imposibles. Pero sólo la concibe válida si está penetrada por lo racional y lo
inteligible, lo que
sitúa su cientificidad no del lado de la
naturaleza, de su objeto, sino del
trámite y del método del historiador.
La historia debe volver a colocarse, por tanto, en
una situación doble: "el
punto" que, como "cada disciplina", "momentáneamente ha alcanzado la curva de su desarrollo",
curva "siempre un poco irregular",
pues Marc Bloch recusa un evolucionismo primario, y "el momento del pensamiento" general
al que los historiadores, en cada época
"se apegan", "la atmósfera mental" de una época, no muy alejada en el fondo del Zeitgeist, del
"espíritu de la época" de todo
un linaje de historiadores alemanes.
Pero en esta marcha hacia la inteligibilidad, la
historia ocupa un lugar original entre las disciplinas del saber humano. Como
la mayoría de las ciencias (pero aún más que ellas, pues el tiempo forma parte
integrante de su objeto), es "una ciencia en marcha".
Y para que siga siendo ciencia, la historia, más
que ninguna otra, debe avanzar, progresar; no le es posible detenerse.
El historiador no puede permanecer sentado, ser un
burócrata de la historia: debe ser un caminante, fiel a su deber de exploración
y de aventura. Pues una segunda característica de la historia sobre la cual los
historiadores no han meditado lo bastante sobre la lección de Marc Bloch, es que la historia
"también es una ciencia en la infancia”…”Algunos historiadores, antes de
Marc Bloch y todavía en su época, se
resignaron a no ver en la historia más que "una especie de juego estético", y ciertos especialistas
en ciencias sociales han "tomado el
partido de dejar finalmente fuera de todos los alcances de este conocimiento de los hombres a muchas
realidades muy humanas, pero que les
parecen desesperadamente rebeldes a un saber
racional". Aquí hay que leer atentamente a Marc Bloch: "Ese residuo
era lo que, desdeñosamente, llamaban el acontecimiento, y también era una buena parte de la vida más
íntimamente individual". ¿A
quién apunta esto? "La escuela
sociológica fundada por Durkheim."
Vemos aquí revelada, casi desde el principio, la importancia excepcional que
para Marc Bloch y para los primeros Annales
tuvo la sociología de Durkheim. Repite aquí su deuda para con él. Especialmente, le debe haber aprendido
"a pensar [...] menos baratamente".
Tal es una de sus preocupaciones esenciales: pensar la historia, pensar su investigación, pensar
su obra, y no pensar en pequeño, en
pobre, en mezquino. Rechaza toda práctica y todo método reductor de la historia. Pero, asimismo
(y esto fue una constante en su
reflexión metodológica), tiene cuidado de no confundir historia y sociología; rechaza la
"rigidez de los principios";
en otra parte mencionará la indiferencia al tiempo de Durkheim y de sus discípulos.
La influencia de Durkheim sobre Marc Bloch y los
primeros Annales deberá ser objeto de
una investigación atenta, pues los marcó
profundamente, pero también habrá que notar que Marc Bloch siempre se resistió a los encantos de la
sociología y, para empezar, de la
sociología durkheimiana. Dialogar con la sociología, sí; la historia necesita de esos intercambios
con las otras ciencias humanas y
sociales. Confundir historia y sociología, no. Marc Bloch es historiador, y quiere seguir siéndolo.
Renovar la historia, sí, en particular
al contacto de esas ciencias; sumergirla en ellas, no.
Una lectura atenta de la frase que acabo de citar
sobre el acontecimiento y sobre lo individual habría permitido a los
historiógrafos de Marc Bloch y de los Annales evitar ciertos errores de
interpretación. El acontecimiento que rechaza Marc Bloch es el de esos
sociólogos que lo convierten en un residuo despreciable. Pero, en todo caso,
Bloch no rechaza el acontecimiento (Lucien Febvre tal vez haya tenido a este
respecto palabras menos prudentes). ¿Cómo podría una historia total prescindir
de acontecimientos? Eso que hoy se llama, siguiendo a Pierre Nora, "el retorno del
acontecimiento", se sitúa en el
hilo de la concepción de Marc Bloch.
Asimismo, Marc Bloch, si pone más atención a lo
colectivo que a lo individual, no por
ello deja de hacer del individuo uno de
los polos de interés de la historia. Dice de la investigación histórica "que debe volverse de
preferencia hacia el individuo o hacia
la sociedad":…” "El hombre es la ciencia de las sociedades humanas", observando
que "tal vez sea reducir en exceso,
en la historia, la parte del individuo". Por último y sobre todo una parte importante del
capítulo V, que se quedó inconclusa y
sin título definitivo, iba a ser consagrada al individuo.
Después de hacer rabiar a Paul Valéry, a quien más
adelante reprochará su desconocimiento
sobre lo que es la verdadera historia y
justificar la ignorancia, declarando que la historia es "el producto más peligroso que haya elaborado la
química del intelecto", define su
concepción de la historia y el objeto de su libro.
La historia que él y sus amigos historiadores
desean es una "historia a la vez
ensanchada y llevada a la profundidad". A la historia estrecha y superficial de los
historiadores "positivistas",
Marc Bloch opone este afán de ensanchamiento y de profundización del dominio de la historia.
Hacer algo grande y profundo es lo
esencial del movimiento que, aún hoy, sigue animando a los historiadores inspirados por el
espíritu de los Annales. "Nuevos
problemas, nuevos enfoques, nuevos objetos":
tal es el triple ensanchamiento que en 1974, siguiendo a Marc Bloch, pedimos
Pierre Nora y yo a un grupo de historiadores
en la colección Faire de l'histoire. Todavía se puede
ir más a fondo, pues si las investigaciones sobre
las mentalidades y las sensibilidades
han esbozado este descenso de los historiadores
a las profundidades de la historia, aún queda mucho por hacer. El psicoanálisis prudentemente
evocado por Marc Bloch, aquí y allá, en
este libro y en La Société
féodale no penetró verdaderamente en la
reflexión de los historiadores”…
…”En cuanto a los designios del libro, la defensa y
la ilustración de la ciencia histórica
se sitúan sobre todo al nivel del oficio:
"Decir cómo y por qué un historiador practica
su oficio", redactar "el
momento de un artesano", "el cuaderno de un compañero".
De la erudición del siglo XIV dirá más adelante,
elogiándola: por ella "el
historiador fue devuelto a su banco de trabajo". Historiador del mundo rural, bajo la pluma de quien brotan
fácilmente las referencias y las
metáforas de la vida agraria, también compara al buen historiador con el "buen
labrador", según Péguy, que "ama
la labor y la siembra tanto como la cosecha". Frase aún más pascaliana, de un cazador, de un buscador, que
prefiere la búsqueda a la presa.
Dos confidencias vienen a completar esta
introducción. En una de ellas, Marc
Bloch reconoce no tener una cabeza filosófica. Ve allí humildemente una "laguna de su
primera formación". Nosotros podemos
ver allí, también y sobre todo, un rasgo tradicional de los historiadores franceses. En su mayor
parte no tienen — ¿prudencia o defecto?—
gusto por la filosofía en general y por la filosofía de la historia en particular. Este
libro es un tratado de método, no un
ensayo de filosofía histórica.
Pero Marc Bloch, que no detesta nada tanto como la
pereza y la pasividad de espíritu, no
quiere limitarse a decir lo que es la historia y cómo se hace y se escribe: "Hay [en mi
libro], lo confieso, una parte de
programa". Es una introducción y una guía para la historia que está por
hacerse.
La historia es investigación y, por tanto,
elección. Su objeto no es el pasado:
"La idea misma de que el pasado, en tanto tal, pueda ser objeto de ciencia, es absurda." Su
objeto es "el hombre" o mejor
dicho "los hombres" y más precisamente "hombres en el tiempo".
Agrupo aquí los pasajes más importantes, a mi
entender, sobre ese tiempo de la
historia al que Marc Bloch había pensado inicialmente consagrar un capítulo particular. El tiempo es
el medio y la materia concreta de la
historia: "Realidad concreta y viva, entregada a la irreversibilidad de su impulso,
el tiempo de la historia [...] es el
plasma mismo donde están sumergidos los fenómenos y es como el lugar de su
inteligibilidad", (p. 58) El tiempo de la historia oscila entre lo que Fernand
Braudel llamará "la larga duración"
y esta cristalización que Marc Bloch prefiere llamar el "momento" más que el acontecimiento
y donde él coloca como mediadora la
"toma de conciencia": "El historiador nunca sale del tiempo [...] en él considera a veces las
grandes ondas de fenómenos emparentados
que atraviesan, de un extremo a otro, la
duración, y a veces el momento humano en que esas corrientes se juntan en el poderoso nudo de las
conciencias", (p. 151).
Cualesquiera que sean los progresos de una
unificación de la medida del tiempo, el
tiempo de la historia se libra de toda uniformidad:
"El tiempo humano [...] siempre permanecerá
rebelde a la implacable uniformidad, así
como a la rígida división del tiempo del
reloj. Necesita compases acordes con la variabilidad de su ritmo y que a menudo acepten por límites
no conocer sino zonas marginales porque
la realidad así lo quiere. Sólo a costa de
esta plasticidad la historia puede esperar adaptar, según palabras de Bergson, sus clasificaciones a las 'líneas
mismas de la realidad': lo que es,
propiamente, el fin último de toda ciencia",
…Esta concepción del tiempo implica renunciar al
"ídolo de los orígenes" a
"la obsesión embriogénica", a la perezosa ilusión de que "los orígenes son un comienzo que
explica", a la confusión entre
"filiación" y "explicación". Y Marc Bloch explica aquí — hecho esencial para la historia dé Europa y
del Occidente— que "el cristianismo
[...] es por esencia una religión histórica", lo cual le permite anudar lo que demasiado a menudo se
separa en la realidad histórica:
"Una plétora de rasgos convergentes, sean de estructura social, sean de mentalidad".
La historia, ciencia del tiempo y del cambio,
plantea a cada instante problemas
delicados al historiador; así, por ejemplo, para su "gran desesperación [...] los hombres no
tienen el hábito, cada vez que cambian
de costumbres, de cambiar de vocabulario".
Una vez enviada al cementerio de los viejos
caprichos la pregunta, en adelante
ociosa: la historia "¿es 'ciencia' o 'arte'?", el medievalista Bloch enfoca lo esencial. Ya de
entrada, notar el presente, que él
prefiere llamar "lo actual" definiendo lo que hoy se ha nombrado "la aceleración de la
historia", da un ejemplo concreto de
ésta cuya formulación esboza a la vez un problema y una vía de investigación explicativa: "Desde
Leibniz, desde Michelet se produjo un
hecho importante: las revoluciones sucesivas de las técnicas ampliaron de manera desproporcionada
el intervalo psicológico entre las
generaciones". Después, considerar "el presente humano" como "perfectamente
susceptible de conocimiento científico"
y no reservar su estudio a unas disciplinas "bien distintas" de la historia: sociología, economía,
periodismo ("publicistas", dice
Marc Bloch), sino, en cambio, anclarlo en la historia misma. De allí los límites y la impotencia de
los historiadores friolentos que tienen
miedo al presente, los que "desean evitar a la casta Clío unos contactos demasiado
quemantes", aquellos a los que
llama "anticuarios", encerrados en una concepción del puro pasado de la historia, o los eruditos,
incapaces de pasar de la recabación de
los datos a la explicación histórica, lo que no es descalificar, sino, al contrario, la erudición que todo
historiador debe practicar, pero en la cual no debe encerrarse. Pero "el
erudito a quien no le gusta mirar a su
alrededor los hombres, ni las cosas, ni
los acontecimientos [...] haría bien en renunciar al [nombre] de
historiador".
El presente bien precisado y definido comienza el
proceso fundamental del oficio de historiador: "comprender el presente por
el pasado" y, correlativamente, "comprender el pasado por el
presente".
La elaboración y la práctica de "un método
prudentemente regresivo" es uno de los legados esenciales de Marc Bloch, y
esta herencia ha sido, hasta hoy, muy insuficientemente recogida y explotada.
La "facultad para aprehender lo vivo [...] es la principal calidad del
historiador", y no se adquiere ni se ejerce sino "por un contacto
permanente con el presente". La historia del historiador comienza por
hacerse "hacia atrás".
Entonces el historiador podrá captar su presa, el
"cambio", entregarse eficazmente al comparativismo histórico y
emprender "la única historia verdadera [...] la historia universal".
Por mi parte, yo preferiría decir, como Michel Foucault, la historia general.
Y de allí surgen tres afirmaciones que son otras
tantas exhortaciones.
"La ignorancia del pasado no se limita a dañar
el conocimiento del presente sino que compromete, en el presente, la acción
misma" constituye la primera. Más allá del historiador, Marc Bloch se
dirige a todos los miembros de la sociedad y, para empezar, a quienes pretenden
guiarla. No parece haber sido bien escuchada hasta hoy.
La segunda es que "también el hombre ha
cambiado mucho: en su espíritu y, sin duda, hasta en los más delicados
mecanismos de su cuerpo. Su atmósfera mental se ha transformado profundamente y
no menos su higiene y su alimentación". Por ello es legítimo el estudio de
las mentalidades como objeto de la historia, pero también el llamado, siempre
actual, a estudiar la historia del cuerpo, a seguir lo que Marc Bloch llama, en
otra parte, "las aventuras del cuerpo". Pero añade Marc Bloch:
"Sin embargo, es necesario que exista en la naturaleza humana y en las
sociedades humanas un fondo permanente, sin el cual los nombres mismos de
hombre y de sociedad no querrían decir nada". ¿Cómo expresar mejor la
legitimidad y la necesidad misma de una antropología histórica, que hoy hace
progresos pese a las burlas de los tradicionalistas?
Por último, esta historia grande, profunda, larga,
abierta, comparativa no puede ser realizada por un historiador aislado:
"La vida es demasiado breve". "En aislamiento, ningún
especialista comprenderá nada sino a medias, así fuera de su propio campo de
estudio." La historia "no puede hacerse sino con ayuda mutua".
El oficio de historiador se ejerce en una
combinación de trabajo individual y de trabajo por equipo. El movimiento de la
historia y de la historiografía ha obligado a una mayoría de historiadores a
salir de su torre de marfil.
Así limitado, sin otras fronteras que las del
hombre y del tiempo, su dominio y su avance, el historiador puede sentarse ante
su banco de trabajo. Su primera obra será "la observación histórica"
(capítulo II). No debe ignorar "la inmensa masa de los testimonios no
escritos", en particular los de la arqueología. Así, debe dejar de estar
"en el orden documental obsesionado por el relato, tanto como en el orden
de los hechos por el acontecimiento". Pero también debe resignarse a no
poder conocerlo todo del pasado, a utilizar "un conocimiento por huellas",
a recurrir a procedimientos de "reconstrucción", de los que
"todas las ciencias ofrecen múltiples ejemplos". Pero si "el
pasado es, por definición, un dato que nada modificará ya [...], el
conocimiento del pasado es una cosa en progreso que sin cesar se transforma y se
perfecciona". Sobre un punto muy importante, el conocimiento de las
mentalidades individuales, los historiadores de los periodos antiguos, incluso
de la Edad Media ,
se encuentran desarmados, pues no poseen "ni cartas privadas ni
confesiones" y su tiempo nos ha legado, a lo sumo, "malas biografías
en un estilo convenido". De allí resulta que "toda una parte de
nuestra historia afecta necesariamente el vuelo, un poco exangüe, de un mundo
sin individuo".
Hay que escuchar al siempre probo Marc Bloch
aconsejar al historiador saber decir "no lo sé, no puedo saberlo";
pero yo creo que en ese punto es un poco pesimista. Los historiadores de las
épocas remotas, y especialmente de la Edad Media , intentan hoy escribir biografías de
acuerdo con métodos rigurosos pero más refinados, de reconstitución de las
vidas, al menos de los hombres ilustres del pasado, y la historia del individuo
en esos tiempos antiguos debiera beneficiarse con las investigaciones actuales
relacionadas con el "retorno del sujeto" en filosofía y en ciencias
sociales, retorno que no deja indiferentes a los historiadores.
Por otra parte, en su búsqueda de testimonios, el
medievalista, según Marc Bloch, deberá interrogar, por ejemplo, las vidas de
los santos, que le resultarán "de un valor inestimable" en cuanto a
los informes que nos aportan "sobre los modos de vivir o de pensar (título
de un capítulo memorable de La
Société féodale) particulares de las épocas en que fueron
escritas". Pero al hacerlo no deberá olvidar, como demasiados
medievalistas, incluso después de Marc Bloch, que se trata de "cosas que
la hagiografía no tenía el menor deseo de exponernos".
Lo esencial es ver bien que los documentos, los
testimonios "no hablen sino cuando se les sabe interrogar [...]; toda
investigación histórica presupone, desde sus primeros pasos, que la
investigación tiene ya una dirección". Aquí es neta la oposición con las
concepciones de los historiadores llamados "positivistas", pero aquí
Marc Bloch se une a un célebre matemático, Henri Poincaré, quien había
reflexionado sobre sus prácticas científicas y sobre las de sus colegas y
mostrado que todo descubrimiento científico se produce a partir de una
hipótesis previa. Había publicado, en 1902, La Science et l'Hypothése.
Otra ilusión de ciertos eruditos: "Imaginar
que a cada problema histórico responde un tipo de documento, especializado en
este empleo". La historia sólo se hace recurriendo a una multiplicidad de
documentos y, por consiguiente, de técnicas: "Pocas ciencias, creo yo, se
ven obligadas a emplear simultáneamente tantos útiles disímbolos. Y es que los
hechos humanos son complejos entre todos. Y es que el hombre se coloca en el
punto extremo de la naturaleza". Y de allí esta opinión: "Es bueno, a
mi parecer, es indispensable que el historiador posea al menos un barniz de
todas las principales técnicas de su oficio". Vemos aquí cómo Marc Bloch
va más lejos en la concepción de las "ciencias auxiliares de la
historia" que la mayoría de los historiadores tradicionales. Su empleo no
debe hacerse en una fragmentación de especializaciones.
Aquí, una vez más, es necesario recurrir de manera
global y total a las técnicas de recabación y de tratamiento de los documentos.
Pero, ¿cómo organizar la conducta y la explotación
de esta observación histórica? Mediante el establecimiento de guías técnicas,
de inventarios, de catálogos y de repertorios, y aquí Marc Bloch se encuentra
con el gran trabajo de erudición realizado desde Cange y dom Mabillon (para los
medievalistas), la gran labor del siglo XIX; pero a todo este aparato técnico
no le asigna simplemente el papel pasivo de un tesoro que debe explotarse; le
asigna la función de un vivero al servicio de las preguntas que habrá que hacer
a los documentos y a la historia.
Marc Bloch también está atento a la transmisión de
los testimonios, a los encuentros entre historiadores (él mismo y Lucien Febvre
fueron asiduos de los grandes congresos internacionales de las ciencias
históricas durante los años veinte y treinta), a los "intercambios de
información", a todo lo que hoy llamaríamos la comunicación en historia.
Pero va más lejos.
Marc Bloch desea, ante todo, un acuerdo de la
comunidad histórica para definir "previamente y por acuerdo común, algunos
grandes problemas dominantes" y llegando más allá, espera que "las sociedades
consentirán, por fin, en organizar racionalmente, con su memoria, su
conocimiento de ellas mismas".
Nos encontramos aquí en plena actualidad. ¿Qué
objeto suscita hoy más la investigación y la reflexión de los historiadores, en
colaboración con otros especialistas de las ciencias humanas y sociales, que la
investigación de la memoria colectiva, base de la busca de la identidad? Veamos
otro deseo que aún no se ha satisfecho por completo: el relato por el
historiador de los problemas y de la historia de su investigación: Todo libro
de historia digno de ese nombre debiera incluir un capítulo o, si se prefiere,
insertar en los puntos claves del desarrollo una sucesión de párrafos que se
titularían, poco más o menos: '¿Cómo puedo saber lo que voy a decir?' Estoy
convencido de que al conocer estas confesiones, hasta los lectores que no son
historiadores sentirían un verdadero placer intelectual. El espectáculo de la
investigación, con sus éxitos y sus trabas, rara vez aburre. La totalidad ya
acabada es la que difunde frialdad y tedio.
¡Qué modernidad de tono y de ideas!
Después de la observación, "la crítica"
(capítulo III). Marc Bloch esboza allí la historia y designa el momento
decisivo, el siglo XVII:
"La doctrina de investigaciones no se elaboró
sino en el siglo XVII, cuya grandeza, en particular la de su segunda mitad, no
siempre se aprecia tal y como se debiera". He aquí las fechas de
nacimiento de los tres grandes nombres de la crítica histórica: el jesuita
Papebroeck, fundador de la hagiografía científica y de la congregación de los
volantistas, nacido en 1628; dom Mabillon, el benedictino de Saint-Maur,
fundador de la diplomática, nacido en 1632; Richard Simón, el oratoriano que
señala los comienzos de la exégesis bíblica crítica, nacido en 1638. Y detrás
de ellos (pues Marc Bloch siempre tiene cuidado de situar la historia en un
momento
del pensamiento) dos grandes filósofos, Spinoza,
nacido en 1632, y Descartes, cuyo Discurso del método aparece en 1637.
Pero la crítica histórica se enreda en una
erudición rutinaria que se priva "de esa sorpresa siempre renovada que
sólo produce la lucha con el documento". Tengo interés en citar esas
frases que muestran que para Marc Bloch el oficio de historiador es una fuente
de placer. Marc Bloch fustiga a la vez "el esoterismo poco atractivo"
(¡qué dicha leer, lo repito, lejos de toda jerga, el estilo sencillo y límpido
de la Apología
para la historia!), "el triste manual" y "los señuelos de una
pretendida historia tristemente ilustrada por Maurras, Bainville o
Plekánov". Marc Bloch encuentra entonces sus acentos más tiernos para
hablar de "nuestras humildes notas, nuestras pequeñas referencias a
tanteos".
Marc Bloch se explaya largamente sobre un problema
que le llega al corazón, el de "perseguir la mentira y el error" del
que tuvo experiencia no sólo en su trabajo de historiador, sino también en su
vida de hombre y de soldado, a través de las falsas noticias de la Gran Guerra.
Experiencia que lo marcó hasta el punto —como lo hemos notado Cario Ginzburg y
yo—de haber influido sobre su investigación de los Reyes taumaturgos,
beneficiarios de la credulidad popular que durante siglos consideró que los
reyes de Francia y de Inglaterra tenían el poder de curar a los escrofulosos.
Marc Bloch enumera entonces minuciosamente las
condiciones históricas de los tipos de sociedades sujetas, como la del
Occidente medieval, a creer no lo que se veía en realidad sino lo
que, en cierta época, "se consideraba natural
ver".
Y saluda el nacimiento de una disciplina "casi
nueva": la psicología de los testimonios (la reflexión de Marc Bloch está
centrada sin cesar en las posibilidades que la psicología puede ofrecer al
historiador), disciplina que ha desarrollado y que especialmente ha inspirado
un gran coloquio recién celebrado en Munich y una importante publicación sobre
"Las falsificaciones de la
Edad Media " (Falschungen im Mittelalter).
Marc Bloch desarrolla "un intento de una
lógica del método crítico" que le permite volver a colocar, con
características propias, la historia en el conjunto "de las ciencias de la
realidad":
"Limitando su parte de seguridad a sopesar lo
probable y lo improbable, la crítica histórica no se distingue de la mayor
parte de las otras ciencias de la realidad sino por un escalonamiento de los
grados, sin duda más matizado". Así, siempre sensible a la unidad del
saber, Marc Bloch puede proclamar que "el advenimiento de un método
racional de crítica, aplicado al testimonio humano" fue "una ganancia
inmensa [...] no sólo para el conocimiento histórico, sino para el conocimiento
a secas".
El capítulo comienza con "horizontes mucho más
vastos: la historia tiene el derecho de contar entre sus glorias más
indiscutibles el haber elaborado su técnica, el haber abierto a los hombres un
nuevo camino hacia la verdad y, por consiguiente, hacia lo justo".
Marc Bloch, quien detesta a los historiadores que
"juzgan" en lugar de comprender, no arraiga menos profundamente la
historia en la verdad y la moral. La ciencia histórica remata en la ética. La
historia debe ser verdad; el historiador se realiza como moralista, como hombre
justo. Nuestra época, en desesperada busca de una ética nueva, debe admitir al
historiador entre esos investigadores de la verdad y de lo justo, no fuera del
tiempo, sino en el tiempo.
Así, comprender y no juzgar. Tal es la meta del
"análisis histórico" en el cual comienza el verdadero trabajo del
historiador después de los trámites previos de la observación y de la crítica
histórica (capítulo iv). Marc Bloch, siempre cuidadoso de evitar toda pereza
del espíritu, precisa que "comprender no es una actitud de
pasividad". El historiador "elige y expurga", "ordena
racionalmente una materia" cuya recepción pasiva "sólo conducirá a
negar el tiempo y, por tanto, la historia misma". Está perfectamente reafirmado
el nexo entre ordenamiento racional, tiempo e historia. Mejor, aún, este
trámite racional se identifica con el orden del tiempo y con la naturaleza de
la historia.
Este análisis debe dedicarse particularmente a
precisar las "relaciones comunes a un gran número de fenómenos
sociales", "las constantes interpretaciones" sin olvidar las
"separaciones" que confieren a "la vida social [...] su ritmo
casi siempre sacudido" y, abriendo la vía a un Paul Veyne o a un Michel
Foucault que tratan de definir "estilos" en la historia, Marc Bloch
propone la
tonalidad que, por ejemplo, puede caracterizar
"la actitud mental de un grupo". Sensible a esta trama, a esta
rapsodia de la historia, Marc Bloch detecta bien esta falta de autonomía de las
historias particulares y, más específicamente, de la historia económica.
Ello puede decirse en especial de la Edad Media que no tenía
un concepto de la economía y que no se contentó "con hacer coexistir lo
religioso con lo económico" sino que los "entrelazó". Marc
Bloch señalaba así lo que el economista Karl
Polanyi (muerto en 1964) llamaría la economía "encastrada" (en la
religión de la moral o la política) en las sociedades arcaicas y antiguas.
Aquí hay que leer bien a Marc Bloch, pues los
guardianes celosos de su memoria, tanto más celosos cuanto que no son sus
verdaderos discípulos, gritan: "¡traición!" cuando un historiador que
se declara descendiente de los Annales, en lugar de la historia
"global" o "total" separa en la historia a un objeto
particular. Ahora bien, Marc Bloch escribió: "No hay nada más legítimo,
nada frecuentemente más saludable que centrar el estudio de una sociedad en uno
de sus aspectos particulares o, mejor aún, en uno de los problemas precisos que
plantea tal o cual de esos aspectos: creencia, economía, estructura de las
clases o de los grupos, crisis políticas".
Un aspecto importante del análisis histórico es el
del vocabulario, de la terminología, de la "nomenclatura". Marc Bloch
ha demostrado bien cómo el historiador debe llevar a cabo su análisis con ayuda
de un doble lenguaje, el de la época que estudia, que le permite evitar el
anacronismo, pero también el del aparato verbal y conceptual de la disciplina
histórica actual: "Estimar que la nomenclatura de los documentos pueda
bastar por completo a fijar la nuestra equivaldría, en suma, a reconocer que
nos aportan el análisis ya hecho". Volvemos a ver allí la sana fobia de la
pasividad. Pero el historiador, si no tiene el fetichismo de la etimología
("una palabra vale mucho menos por su etimología que por el uso que se le
da"), se consagrará al estudio de los sentidos, a la "semántica
histórica", cuyo renacimiento actual debemos desear.
Y se resignará a que unos términos mal elegidos,
pasados por todas las salsas, vacíos de sentido por la historia, sigan formando
parte de su vocabulario: ejemplos, "feudalidad",
"capitalismo", "Edad Media". Y dichos conceptos siquiera
tienen el mérito de desembarazar a la historia de una clasificación por
"hegemonías de naturaleza diplomática y militar". Marc Bloch nos
recuerda que Voltaire había hecho oír su protesta: "Parece ser que, desde
hace mil cuatrocientos años, no hubo en las Galias más que reyes, ministros y
generales".
El tiempo de la historia por reinados está casi
realizado, pero el de la tiranía abusiva de los siglos —divisiones
artificiales, si las hay— continúa, y ¿cómo liberarnos de
"feudalidad", de "capitalismo" y de "Edad Media"?
Aquí hay que volver a la idea central de ese
capítulo, la de las imbricaciones de los componentes de las sociedades humanas
sumergidas en la historia: "hemos reconocido que, en una sociedad,
cualquiera que sea, todo se liga y se manda mutuamente: la estructura política
y social, la economía, las creencias, las manifestaciones más elementales, así
como las más sutiles de la mentalidad".
Y aquí, Marc Bloch se quita el sombrero ante uno de
los grandes antepasados de la historia nueva, Guizot, quien habló de un
complejo "en el sentido del cual todos los elementos de la vida del
pueblo, todas las fuerzas de su existencia vienen a reunirse".
A ese complejo, "¿cómo llamarlo?" Marc
Bloch arriesga una palabra (y una idea), cuya historia ya fue escrita por
Lucien Febvre: "civilización". No negaré su interés, pero debo
comprobar, no sin lamentarlo, que hoy se encuentra casi limitada a la lengua y
a la civilización francesas. En otras partes triunfa la "cultura" que
no es lo mismo y no se sitúa en el mismo nivel de calidad. Señal de los
tiempos, sin duda, que condenan la civilización por su elitismo y la rechazan
para la masa de la cultura, invadiendo un ámbito histórico al que hace menos
humano y más material.
El combate de Fernand Braudel que deseaba sustituir
"cultura material" por "civilización material" también
parece perdido. ¿Habrá que resignarse a esta inhumanidad?
Marc Bloch no pudo terminar —su trabajo fue
interrumpido por la participación activa en la Resistencia , y el hilo
de su vida fue cortado por las balas del pelotón enemigo en 1944— el capítulo V
que habría sido, sin duda, el de la "explicación en la historia".
Sólo redactó el comienzo sobre "la noción de
causa". Marc Bloch nos da, aún allí, algunos mensajes de gran importancia.
Para empezar una nueva protesta contra el "positivismo" que
"ha pretendido eliminar de la ciencia la idea
de causa", pero también la condena de la tentativa de reducción del
problema de las causas en la historia a un problema de motivos y el rechazo de
la "trivial psicología". Rechazo en que debemos meditar, pues por el
camino real, demasiado real de las mentalidades, se ha lanzado la corriente de
una vulgar psicología.
Luego, la designación de un nuevo ídolo que se debe
expulsar de la problemática del historiador: "la superstición de la causa
única".
La condena es sin apelación: "prejuicio del
sentido común, postulado de lógico, tic de magistrado instructor, el monismo de
la causa no sería más que una carga para la explicación histórica". La
vida y, por tanto, la historia son múltiples en sus estructuras, en sus causas.
Marc Bloch señala, al respecto, otro
"error": "aquel en que se inspiraba el seudodeterminismo
geográfico, hoy definitivamente arruinado". Y añade: "El desierto,
diga lo que dijere Renán, no necesariamente es monoteísta". No estoy
seguro de que ese cadáver haya dejado de moverse. Hace poco tiempo, buenas gentes
aún se maravillaban de las lucubraciones (de las que se sabe además, hoy, que
no estaban exentas de todo relente fascista) de un André Siegfried, cuya
geografía electoral fantasmagórica de Francia parecía llena de seducciones. No,
el granito no vota.
Llega ahora el doloroso momento en que la frase
queda inconclusa, en que la página queda inexorablemente blanca... Pero el fin
es bello: "Para decirlo todo en una palabra, las causas, en historia más
que en otras partes, no se postulan. Se buscan". El libro interrumpido termina
con una frase de hombre de oficio, de investigador, pero también con una
tonalidad pascaliana.
Se dice comúnmente hoy —sobre todo entre quienes no
los quieren— que Marc Bloch y los Annales triunfaron y que su concepción de la
historia conquistó la ciencia histórica; pero ése es un pretexto para relegar
su lección y su ejemplo al museo de las antigüedades historiográficas. Esta
afirmación errónea o maliciosa oculta dos verdades.
La primera es que si Marc Bloch y los Annales
ejercieron una influencia decisiva sobre la renovación de la historia, esa
renovación ha sido limitada, especialmente en aspectos esenciales de sus
orientaciones, como la concepción de la historia-problema o la historia
interdisciplinaria.
La segunda es que un libro como éste conserva
actualmente gran parte de su novedad, de su necesidad, y que debe recuperar su
eficacia.
Sobre la complejidad del tiempo histórico, sobre la
necesidad de la explicación histórica, sobre la naturaleza de la historia del
presente, sobre las relaciones entre presente y pasado, sobre
"el ídolo de los orígenes", sobre la
noción de "causa" en historia, sobre la naturaleza y la construcción
del hecho histórico, sobre la función de la toma de conciencia, el tratamiento
del "azar" y las formas de la mentira y del error en historia, sobre
el discurso histórico, sobre las maneras legítimas de hacer historia, sobre la
definición de una necesaria investigación de la "verdad" histórica
(so pretexto de no dejarse engañar por la artificialidad de la historia, la que
comparte con todas las ciencias, pues no hay saber sino a ese precio, se ha
querido negar la existencia de una verdad histórica para entregarse a una
práctica pretendidamente nietzscheana
de un juego histórico con reglas arbitrarias),
sobre la obligación de una ética de la historia y del historiador, hay que
volver a partir de este libro. Y si Marc Bloch guardó su secreto sobre su
concepción de la actitud del historiador frente al futuro, nos legó ese
problema como herencia imperativa.
Entonces, ¿un retorno a Marc Bloch? Sin duda alguna
será uno de los más fecundos, entre otros que a menudo no son sino modas que
ocultan mal un retorno a una prehistoria historiográfica.
Pero evidentemente, escuchando aún el consejo de
Marc Bloch:
"Permaneceré, pues, fiel a sus lecciones
criticándolas, allí donde lo juzgaré útil, muy libremente, como deseo que un
día mis discípulos, a su vez, me critiquen". En efecto, este libro no es
un punto de llegada, sino un punto de partida.
¿Qué pueden pensar hoy de esta obra un historiador,
un docente de la historia, un estudiante, un aficionado a la historia? (y toda
mujer, todo hombre, deben ser, en el espíritu de Marc Bloch, aficionados y tal
vez amantes de la historia).
Para empezar, es la obra de un hombre de gran
inteligencia y sensibilidad, hombre y ciudadano tanto como profesor e
historiador, orgulloso de la certidumbre pero consciente de la juventud
incierta de la ciencia histórica, cargado de una erudición grande y profunda,
pero dispuesto a las aventuras intelectuales, con sed de saber, de comprensión
y de explicación. También es obra de un historiador nacido en 1886, formado en
el seno de una familia universitaria judía y partidaria de Dreyfus,
insatisfecha de la estrechez y de la superficialidad, de la concepción, de la práctica
y de la enseñanza de la historia en la Francia de comienzos del siglo xx y que, por
medio de su encuentro con Lucien Febvre, se convirtió en uno de los grandes
protagonistas de la renovación
de la historia entre las dos guerras, por su obra,
su enseñanza y la influencia de los Annales de los que, como lo hemos dicho,
fue cofundador.
Un hijo espiritual de Michelet y de Fustel de
Coulanges, que también recogió lo mejor de la historiografía europea a finales
del siglo XIX y a comienzos del siglo XX, un lector de Marx, de Durkheim y de
Simiand, siempre dispuesto a escuchar aquellos de sus mensajes que profundizan
y confortan la historia, a resistir, asimismo, a aquello que en dichos análisis
elimina el tiempo real de la historia y los hombres concretos que la sufren
pero que también son sus protagonistas, incluso los actores anónimos de las
profundidades. Como él se habría definido a sí mismo, un hijo de su época, más
aún que de su padre. Y esta época es la Tercera República ,
las dos guerras mundiales que Marc Bloch "pasó" y vivió intensamente
como ciudadano, como soldado y como historiador.
Obra de ese Marc Bloch individual y colectivo,
Apología para la historia es también el producto de un momento: el de la Francia vencida, postrada
en la derrota, en la ocupación y en el infame
gobierno de Vichy, pero en que un Marc Bloch captó
los primeros latidos de una esperanza, a la vez de una liberación de la
historia, que había que ayudar en la resistencia activa, y de un progreso para
la historia o el oficio de historiador de la ciencia histórica, a la que había
que iluminar escribiendo este libro. Así como el historiador belga Henri
Pirenne, ese gran maestro y cómplice citado aquí frecuentemente —puesto en
arresto domiciliario por los alemanes durante la primera Guerra Mundial—,
escribió una pionera Historia de Europa, así en el mismo momento, en un campo
de prisioneros en Alemania, Fernand Braudel elaboraba su tesis sobre La Méditerranée et le
Monde méditerranée a l'époque de Philippe II (1949). Este libro inconcluso es
un acto completo de historia. “...
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