miércoles, 15 de febrero de 2012

MARC BLOCH .APOLOGÍA PARA LA HISTORIA O EL OFICIO DE HISTORIADOR Prefacio de JACQUES LE GOFF


MARC BLOCH .APOLOGÍA PARA LA HISTORIA  O EL OFICIO DE HISTORIADOR
Prefacio de JACQUES LE GOFF
FONDO DE CULTURA ECONÓMICA
MÉXICO, 2001

PREFACIO
JACQUES LE GOFF

Es sabido que el gran historiador, cofundador, en 1929, de la revista  Annales (titulada por entonces Annales d'histoire économique et  sociale y hoy Annales, Économies, Sociétés, Civilisations), que, por ser  judío, había debido ocultarse durante el régimen de Vichy, entró  en 1943 en la red de francotiradores de la Resistencia en Lyon y  fue fusilado por los alemanes el 16 de junio de 1944, cerca de esta  ciudad. Fue una de las víctimas de Klaus Barbie.
Marc Bloch dejaba inconclusa, entre sus papeles, una obra de  metodología histórica compuesta al final de su vida y titulada  Apologie pour l'histoire, subtitulada en el plan más antiguo O cómo y  por qué trabaja un historiador, y que finalmente fue publicada en  1949 por Lucien Febvre con el título de Apología para la historia o el  oficio de historiador.

No emprenderé aquí un estudio sistemático del texto  compulsándolo contra la obra anterior de Marc Bloch, publicada o  aún inédita en 1944. Sin embargo, será importante ver si Apología  para la historia representa en esencia la encarnación de la  metodología aplicada por Marc Bloch en su obra, o si señala una  nueva etapa de su reflexión y de sus proyectos.

Tampoco emprenderé el estudio, que exigiría una investigación  de gran aliento, de una comparación entre ese texto y otros  textos metodológicos de fines del siglo XIX y la primera mitad del  xx, en particular de la oposición entre ese texto y la célebre Introducción  a los estudios históricos, de Langlois y Seignobos (1901), que  el propio Marc Bloch estableció, como lo prueba la nota 1 de su  manuscrito (véase la nota en la p. 41), como contraste, pese al homenaje  que rinde a esos dos historiadores que fueron sus maestros. Ello no tiene nada de sorprendente, pues los Annales, desde su creación, se presentaron como el órgano de un  combate contra la concepción de la historia definida por  Langlois y Seignobos.

Esforzándome por ser el discípulo postumo —ya que, por  desgracia, no pude conocer a Marc Bloch— de ese gran  historiador cuya obra y cuyas ideas fueron para mí, y siguen  siéndolo, las más importantes en mi formación y mi práctica de  historiador, y habiendo tenido el honor de pasar a ser en 1969,  gracias a Fernand Braudel (gran heredero de Lucien Febvre y de  Marc Bloch), codirector de los Annales, en las páginas que  siguen trataré simplemente de expresar las reacciones actuales de un historiador que se sitúa en la tradición de Marc Bloch y  de los Annales y que se esfuerza por practicar para con ellos la  fidelidad definida por este último, indicando en la nota antes  evocada que la fidelidad no excluye la crítica. Me propongo decir  lo que significaba ese texto en el marco general de la  historiografía, en particular de la historiografía francesa en  1944, y lo que sigue significando aún hoy.

El titulo y el subtítulo Apología para la historia o cómo y por qué  trabaja un historiador expresan claramente las intenciones de Marc Bloch. La obra es, ante todo, una defensa de la historia.
Esta defensa se ejerce contra los ataques explícitos que va  evocando en la obra y en particular los de Paul Valéry, pero también contra la evolución real o posible de un saber científico a cuyos márgenes sería expulsada la historia, o incluso excluida. También puede creerse que Marc Bloch quiere defenderla contra los historiadores que, a sus ojos, creen servirla y le hacen un flaco servicio. Por último, y creo yo que tal es uno de los puntos fuertes de la obra, intenta precisar las distancias de la obra ante los sociólogos o los economistas  cuyo pensamiento le interesa, pero cuyos peligros para la  disciplina histórica también ve. El subtítulo definitivo, O el oficio de historiador, que remplaza  de manera pertinente al primer subtítulo, subraya otra  preocupación de Marc Bloch: definir al historiador como hombre  de oficio, investigar sus prácticas de trabajo y sus objetivos  científicos, como veremos, incluso más allá de la ciencia.
Lo que el título no dice pero sí lo dice el texto es que Marc  Bloch no se contentó con definir la historia y el oficio del  historiador sino que también quiso indicar lo que debe ser la  historia y cómo debe trabajar el historiador.

Antes de reanudar mi lectura del texto de Marc Bloch, deseo  subrayar la extraordinaria capacidad del historiador para  transformar su vivencia presente en reflexión histórica.”…
…” Marc Bloch reflexionó sobre el  acontecimiento "en caliente" y lo analizó prácticamente fuera  de todo archivo, sin toda la documentación que parece necesaria  al historiador; y, sin embargo, verdaderamente hizo obra de  historiador y no de periodista; pues aun los mejores  periodistas se mantienen "pegados" al acontecimiento. Ahora  bien, desde junio de 1940, cuando se encuentra en la ciudad de  Rennes ocupada, lejos de toda biblioteca, Marc Bloch aprovecha  sus "ratos de ocio, llenos de las amenazas que le ha preparado  un destino extraño" para reflexionar, en un texto que, como lo  escribió él, en las circunstancias en que lo elaboró, necesariamente  toma el tono de un testamento, sobre el problema de  la legitimidad de la historia y para esbozar algunas de las ideas  claves de lo que será la Apología para la historia.”…

…“Me explayaré un poco sobre la Introducción de ese texto,  pues enuncia algunas de las ideas fundamentales de la obra proyectada. Como punto de partida, Marc Bloch toma la  pregunta de un hijo a su padre, ("Papá, explícame para qué sirve la historia.") ¿para qué sirve la historia? Esta  confidencia no sólo nos muestra a un hombre que es tanto padre  de familia como servidor de su propia obra; nos introduce en el  corazón mismo de una de sus convicciones: la obligación de la  difusión y de la enseñanza de sus trabajos por el historiador. Nos  dice que debe "saber hablar, en el mismo tono, a los doctos y a  los alumnos" y subraya que "tal sencillez es el privilegio de unos  cuantos elegidos". Aunque sólo fuera por esta afirmación, la  obra seguiría siendo hoy —cuando la jerga técnica ha invadido  demasiados libros de historia— de una actualidad palpitante.

La expresión misma de "legitimidad de la historia" que desde los primeros renglones emplea Marc Bloch, muestra que el problema epistemológico de la historia para él no es solamente un  problema intelectual y científico, sino también un problema cívico  y hasta moral. El historiador tiene sus responsabilidades, de las  que debe "rendir cuentas". Marc Bloch coloca así al historiador  entre los artesanos que deben dar prueba de conciencia profesional  pero —y tal es una marca de su genio, al pensar de inmediato en la  perdurabilidad histórica—, "el debate supera ampliamente los pequeños escrúpulos de una moral corporativa. Toda nuestra  civilización occidental se interesa en él". Vemos allí afirmadas,  de un solo golpe, la civilización como objeto privilegiado del historiador  y la disciplina histórica como testimonio y parte integrante  de una civilización.

E, inmediatamente, en una perspectiva de historia comparativa,  Marc Bloch señala que "a diferencia de otros tipos de cultura, la  civilización occidental siempre ha esperado mucho de su memoria",  y así se introduce una pareja fundamental para el historiador y  para el amante de la historia: historia y memoria, memoria que es  una de las principales materias primas de la historia, pero que no se  identifica con ella. De inmediato se presenta la explicación de un  fenómeno que no sólo se menciona. Esta atención a la memoria es  para el Occidente la herencia de la Antigüedad y a la vez la  herencia del cristianismo.
Siguen algunos renglones resumidos por una fórmula lapidaria  cuya fecundidad acaso no haya sido aún completamente aprovechada:
"El cristianismo es una religión de historiadores". Al respecto,  Marc Bloch menciona dos fenómenos que, según él, se encuentran  en el núcleo mismo de la historia: por una parte, la  duración, materia concreta del tiempo; por otra parte, la aventura,  forma individual y colectiva de la vida de los nombres, arrastrados  por sistemas que los superan y a la vez confrontados a un azar en el  cual a menudo se expresa la movilidad de la historia. Marc Bloch  también hablará, más adelantado el libro, de las "aventuras del  cuerpo".

Si Marc Bloch supone, en seguida, que los franceses tienen menos  interés por su historia que los alemanes por la suya, no estoy  seguro de que tenga razón. Pero creo que encontramos allí la  expresión de un sentimiento profundo de Marc Bloch para con los  alemanes, sentimiento que viene tanto de la experiencia de su  permanencia de estudiante en Alemania en 1907-1908, como de su  experiencia de historiador. Hay en la historiografía alemana y en  la propia historia alemana (no olvidemos que Marc Bloch escribía durante la guerra) una orientación peligrosa, debida a su  pasado, debida a la historia.

Ese juicio sobre las relaciones de los franceses con su historia  también está marcado por la desazón de la derrota, y el pesimismo  en el que vive Marc Bloch le lleva a hacer previsiones apocalípticas.
Según él, si los historiadores no se muestran vigilantes, la  historia corre el riesgo de hundirse en el descrédito y desaparecer  de nuestra civilización. Desde luego, se trata de la historia en tanto  que disciplina histórica, y Marc Bloch tiene conciencia de que, a  diferencia de la historia, coextensiva ella misma con la vida humana,  la ciencia histórica es un fenómeno que a su vez es histórico,  sometido a condiciones históricas. Legitimidad de la historia, pero  también fragilidad de la historia.

Y sin embargo, en cuanto Marc Bloch evocó este apocalíptico  fin de la historia, su lúcida mirada de historiador, alimentado por  el optimismo fundamental del hombre, propuso una visión más  apacible y más esperanzadora de los acontecimientos históricos.
"Nuestras tristes sociedades", y la similitud con los Tristes trópicos  de Claude Lévi-Strauss me parece notable, "se ponen a dudar de sí  mismas" y se preguntan si el pasado no es culpable, ya sea que las  haya engañado, ya sea que no hayan sabido interrogarlo. Pero la  explicación de tales angustias es que esas "tristes sociedades" están  "en perpetua crisis de crecimiento": allí donde otros historiadores  habrían hablado de decaer y de decadencia, Marc Bloch, quien  supo analizar tanto periodos de crisis como de mutación y de  crecimiento, vuelve a dar un sentido positivo y una esperanza a  esas sociedades y a los movimientos de la historia.

Vemos así que la entrada en materia del libro es grave. Es un  tema serio, abordado en una situación dramática. Sin embargo,  Marc Bloch recupera y repite al punto una de las virtudes de la  historia: "distrae". Antes que el deseo de conocimiento, es estimulada  por "el simple gusto". Y tenemos allí rehabilitados, en un lugar  ciertamente marginal y limitado, la curiosidad y la novela histórica  puesta al servicio de la historia: los lectores de Alejandro Dumas no  son, tal vez, más que "historiadores en potencia". Por  consiguiente, para hacer buena historia, para enseñarla, para hacerla  amar, no hay que olvidar que al lado de sus "necesarias  austeridades" la historia "tiene sus propios goces estéticos". Asimismo,  al lado del necesario rigor ligado a la erudición y a la investigación de los mecanismos históricos, hay la "voluptuosidad de  aprender cosas singulares" y de allí brota ese consejo que igualmente  me parece muy oportuno aún hoy: "Cuidémonos de no  retirarle a nuestra ciencia su parte de poesía".

Comprendamos bien a Marc Bloch. No dice: la historia es un  arte, la historia es literatura. Sí dice: la historia es una ciencia,  pero una ciencia entre cuyas características puede estar su flaqueza  pero también su virtud, que consiste en ser poética porque  no se la puede reducir a abstracciones, a leyes, a estructuras.
Intentando definir "la utilidad" de la historia, Marc Bloch encuentra  entonces el punto de vista de los "positivistas" (y, siempre  interesado en distinguir a los historiadores matizados de los  historiadores sistemáticos, añade "de estricta observancia").
Sería necesario un estudio profundo de ese término y de su  empleo por Marc Bloch y los historiadores de los Annales. Hoy  suscita reticencias o incluso hostilidad, hasta de algunos historiadores  abiertos al espíritu de los Annales. Aquí sólo puedo esbozar  las orientaciones de una investigación y de una reflexión. Los  historiadores "positivistas" a los que apuntó Marc Bloch están  marcados por la filosofía "positivista" de fines del siglo XIX, la escuela  de Auguste Comte: era una filosofía aún dominante a través  de matices a menudo profundos”…” y que constituía el fondo  de la ideología filosófica en Francia por la época en que Marc  Bloch era estudiante. Pero también elaboraron un pensamiento  específico en el dominio de la historia, y este pensamiento, el cual  tenía el mérito —que no lo niega Marc Bloch— de tratar de dar  fundamentos objetivos, "científicos" al estudio histórico, al empobrecer  el historicismo alemán de fines del siglo XIX, tuvo sobre todo  el gran inconveniente de limitar la historia a "la estricta observación  de los hechos, la falta de moralización y de ornamento, la  pura verdad histórica" (diagnóstico del estadunidense Adams,  desde 1884).
Lo que Marc Bloch no aceptaba de su maestro Charles Seignobos,  principal representante de esos historiadores "positivistas", era que comenzara el trabajo del historiador tan sólo con la recabación  de los hechos, mientras que una fase anterior y esencial  exigía del historiador la conciencia de que el hecho histórico no es un dato "positivo", sino el producto de una construcción activa  de su parte, para transformar la fuente en documento y luego  constituir esos documentos y esos hechos históricos en problema.
Tal es el sentido del "positivismo" reprochado a esos historiadores,  positivismo que se tiñe de utilitarismo cuando, en lugar de  hacer historia total, reducen el trabajo histórico a lo que les parece  que puede "servir a la acción".
Marc Bloch defiende entonces, con energía, la especificidad, la  aparente inutilidad de un esfuerzo intelectual desinteresado. En  la disciplina histórica encuentra una tendencia propia del hombre  en general: la historia es también, en ese sentido, una ciencia  humana: "Sería infligir a la humanidad una extraña mutilación si  se le negase el derecho de buscar, fuera de toda preocupación de  bienestar, cómo sosegar su hambre intelectual".

Aparecen aquí dos palabras claves para comprender el temperamento  de historiador de Marc Bloch. "Mutilación": Marc Bloch  rechaza una historia que mutilaría al hombre (la verdadera historia  se interesa en el hombre íntegro, con su cuerpo, su sensibilidad,  su mentalidad y no solamente sus ideas y sus actos) y que  mutilaría a la historia misma, que es un esfuerzo total por captar  al hombre en la sociedad y en el tiempo. "Hambre": el término  evoca ya la frase célebre inscrita desde el primer capítulo del libro:
"El buen historiador se parece al ogro de la leyenda. Ahí donde olfatea carne humana, ahí sabe que está su presa". Marc  Bloch es un hambriento, un hambriento de historia, un hambriento  de hombres en la historia. El historiador debe tener apetito. Es un devorador de hombres. Marc Bloch me hace pensar en aquel  teólogo parisiense de la segunda mitad del siglo xvii, el cual era  devorador de libros, en los que buscaba la vida y la historia, Petrus  Comestor, Pierre el Devorador.
Aunque no sea "positivista", la historia no deja de ser para Marc  Bloch una ciencia, y uno de sus afanes más notables en este libro es  el constante apelar a las ciencias matemáticas, a las ciencias de la  naturaleza, a las ciencias de la vida. No con objeto de tomar de  ellas recetas para la historia. Marc Bloch recurría a la estadística  (de empleo limitado para un medievalista), y perteneció al periodo  anterior a la historia cuantitativa. Mas para indicar la unidad del  campo del saber, aun si la historia ya ha conquistado su autonomía  como paradigma, "no sentimos ya la obligación de tratar de imponer a todos los objetos del saber un modelo intelectual  uniforme, tomado de las ciencias de la naturaleza física". Sin embargo,  una misma condición identifica a las verdaderas ciencias:
"Las únicas ciencias auténticas son las que logran establecer entre  los fenómenos unos nexos explicativos". Por tanto, la historia, para  ocupar un lugar entre las ciencias, debe proponer "en lugar de  una simple enumeración [...], una clasificación racional y una inteligibilidad  progresiva".

Marc Bloch no le pide a la historia definir leyes falsas, que la  intrusión incesante del azar hace imposibles. Pero sólo la concibe  válida si está penetrada por lo racional y lo inteligible, lo que
sitúa su cientificidad no del lado de la naturaleza, de su objeto,  sino del trámite y del método del historiador.

La historia debe volver a colocarse, por tanto, en una situación  doble: "el punto" que, como "cada disciplina", "momentáneamente  ha alcanzado la curva de su desarrollo", curva "siempre un poco  irregular", pues Marc Bloch recusa un evolucionismo primario, y  "el momento del pensamiento" general al que los historiadores, en  cada época "se apegan", "la atmósfera mental" de una época, no  muy alejada en el fondo del Zeitgeist, del "espíritu de la época" de  todo un linaje de historiadores alemanes.

Pero en esta marcha hacia la inteligibilidad, la historia ocupa un lugar original entre las disciplinas del saber humano. Como la mayoría de las ciencias (pero aún más que ellas, pues el tiempo forma parte integrante de su objeto), es "una ciencia en marcha".
Y para que siga siendo ciencia, la historia, más que ninguna otra, debe avanzar, progresar; no le es posible detenerse.

El historiador no puede permanecer sentado, ser un burócrata de la historia: debe ser un caminante, fiel a su deber de exploración y de aventura. Pues una segunda característica de la historia sobre la cual los historiadores no han meditado lo bastante sobre la  lección de Marc Bloch, es que la historia "también es una ciencia en la infancia”…”Algunos historiadores, antes de Marc Bloch y todavía en su época,  se resignaron a no ver en la historia más que "una especie de  juego estético", y ciertos especialistas en ciencias sociales han  "tomado el partido de dejar finalmente fuera de todos los alcances  de este conocimiento de los hombres a muchas realidades muy  humanas, pero que les parecen desesperadamente rebeldes a un  saber racional". Aquí hay que leer atentamente a Marc Bloch: "Ese  residuo era lo que, desdeñosamente, llamaban el acontecimiento, y  también era una buena parte de la vida más íntimamente individual".  ¿A quién apunta esto? "La escuela sociológica fundada  por Durkheim." Vemos aquí revelada, casi desde el principio, la importancia excepcional que para Marc Bloch y para los primeros  Annales tuvo la sociología de Durkheim. Repite aquí su deuda para  con él. Especialmente, le debe haber aprendido "a pensar [...] menos  baratamente". Tal es una de sus preocupaciones esenciales: pensar  la historia, pensar su investigación, pensar su obra, y no pensar en  pequeño, en pobre, en mezquino. Rechaza toda práctica y todo  método reductor de la historia. Pero, asimismo (y esto fue una  constante en su reflexión metodológica), tiene cuidado de no  confundir historia y sociología; rechaza la "rigidez de los  principios"; en otra parte mencionará la indiferencia al tiempo de  Durkheim y de sus discípulos.
La influencia de Durkheim sobre Marc Bloch y los primeros  Annales deberá ser objeto de una investigación atenta, pues los  marcó profundamente, pero también habrá que notar que Marc  Bloch siempre se resistió a los encantos de la sociología y, para  empezar, de la sociología durkheimiana. Dialogar con la sociología,  sí; la historia necesita de esos intercambios con las otras ciencias  humanas y sociales. Confundir historia y sociología, no. Marc Bloch  es historiador, y quiere seguir siéndolo. Renovar la historia, sí, en  particular al contacto de esas ciencias; sumergirla en ellas, no.
Una lectura atenta de la frase que acabo de citar sobre el acontecimiento y sobre lo individual habría permitido a los historiógrafos de Marc Bloch y de los Annales evitar ciertos errores de interpretación. El acontecimiento que rechaza Marc Bloch es el de esos sociólogos que lo convierten en un residuo despreciable. Pero, en todo caso, Bloch no rechaza el acontecimiento (Lucien Febvre tal vez haya tenido a este respecto palabras menos prudentes). ¿Cómo podría una historia total prescindir de acontecimientos? Eso que hoy se llama,  siguiendo a Pierre Nora, "el retorno del acontecimiento", se  sitúa en el hilo de la concepción de Marc Bloch.

Asimismo, Marc Bloch, si pone más atención a lo colectivo  que a lo individual, no por ello deja de hacer del individuo uno  de los polos de interés de la historia. Dice de la investigación  histórica "que debe volverse de preferencia hacia el individuo o  hacia la sociedad":…” "El hombre es la ciencia  de las sociedades humanas", observando que "tal vez sea  reducir en exceso, en la historia, la parte del individuo". Por  último y sobre todo una parte importante del capítulo V, que  se quedó inconclusa y sin título definitivo, iba a ser consagrada  al individuo.

Después de hacer rabiar a Paul Valéry, a quien más adelante  reprochará su desconocimiento sobre lo que es la verdadera historia  y justificar la ignorancia, declarando que la historia es "el  producto más peligroso que haya elaborado la química del  intelecto", define su concepción de la historia y el objeto de su  libro.

La historia que él y sus amigos historiadores desean es una  "historia a la vez ensanchada y llevada a la profundidad". A la  historia estrecha y superficial de los historiadores  "positivistas", Marc Bloch opone este afán de ensanchamiento y  de profundización del dominio de la historia. Hacer algo grande  y profundo es lo esencial del movimiento que, aún hoy, sigue  animando a los historiadores inspirados por el espíritu de los  Annales. "Nuevos problemas, nuevos enfoques, nuevos  objetos": tal es el triple ensanchamiento que en 1974, siguiendo a Marc Bloch, pedimos Pierre Nora y yo a un grupo de  historiadores en la colección Faire de l'histoire. Todavía se puede
ir más a fondo, pues si las investigaciones sobre las mentalidades  y las sensibilidades han esbozado este descenso de los  historiadores a las profundidades de la historia, aún queda mucho  por hacer. El psicoanálisis prudentemente evocado por Marc Bloch,  aquí y allá, en este libro y en La Société féodale no penetró  verdaderamente en la reflexión de los historiadores”…
…”En cuanto a los designios del libro, la defensa y la ilustración  de la ciencia histórica se sitúan sobre todo al nivel del oficio:
"Decir cómo y por qué un historiador practica su oficio", redactar  "el momento de un artesano", "el cuaderno de un compañero".

De la erudición del siglo XIV dirá más adelante, elogiándola: por  ella "el historiador fue devuelto a su banco de trabajo". Historiador  del mundo rural, bajo la pluma de quien brotan fácilmente  las referencias y las metáforas de la vida agraria, también compara  al buen historiador con el "buen labrador", según Péguy, que  "ama la labor y la siembra tanto como la cosecha". Frase aún más  pascaliana, de un cazador, de un buscador, que prefiere la búsqueda  a la presa.

Dos confidencias vienen a completar esta introducción. En una  de ellas, Marc Bloch reconoce no tener una cabeza filosófica. Ve  allí humildemente una "laguna de su primera formación". Nosotros  podemos ver allí, también y sobre todo, un rasgo tradicional  de los historiadores franceses. En su mayor parte no tienen —  ¿prudencia o defecto?— gusto por la filosofía en general y por la  filosofía de la historia en particular. Este libro es un tratado de  método, no un ensayo de filosofía histórica.

Pero Marc Bloch, que no detesta nada tanto como la pereza y la  pasividad de espíritu, no quiere limitarse a decir lo que es la historia  y cómo se hace y se escribe: "Hay [en mi libro], lo confieso,  una parte de programa". Es una introducción y una guía para la historia que está por hacerse.


La historia es investigación y, por tanto, elección. Su objeto no  es el pasado: "La idea misma de que el pasado, en tanto tal, pueda  ser objeto de ciencia, es absurda." Su objeto es "el hombre" o  mejor dicho "los hombres" y más precisamente "hombres en el  tiempo".

Agrupo aquí los pasajes más importantes, a mi entender, sobre  ese tiempo de la historia al que Marc Bloch había pensado inicialmente  consagrar un capítulo particular. El tiempo es el medio y  la materia concreta de la historia: "Realidad concreta y viva,  entregada a la irreversibilidad de su impulso, el tiempo de la historia  [...] es el plasma mismo donde están sumergidos los fenómenos  y es como el lugar de su inteligibilidad", (p. 58) El tiempo  de la historia oscila entre lo que Fernand Braudel llamará "la larga  duración" y esta cristalización que Marc Bloch prefiere llamar el  "momento" más que el acontecimiento y donde él coloca como  mediadora la "toma de conciencia": "El historiador nunca sale  del tiempo [...] en él considera a veces las grandes ondas de  fenómenos emparentados que atraviesan, de un extremo a otro,  la duración, y a veces el momento humano en que esas corrientes  se juntan en el poderoso nudo de las conciencias", (p. 151).
Cualesquiera que sean los progresos de una unificación de la  medida del tiempo, el tiempo de la historia se libra de toda uniformidad:
"El tiempo humano [...] siempre permanecerá rebelde  a la implacable uniformidad, así como a la rígida división del  tiempo del reloj. Necesita compases acordes con la variabilidad  de su ritmo y que a menudo acepten por límites no conocer sino  zonas marginales porque la realidad así lo quiere. Sólo a costa  de esta plasticidad la historia puede esperar adaptar, según palabras  de Bergson, sus clasificaciones a las 'líneas mismas de la  realidad': lo que es, propiamente, el fin último de toda ciencia",

…Esta concepción del tiempo implica renunciar al "ídolo de los  orígenes" a "la obsesión embriogénica", a la perezosa ilusión de  que "los orígenes son un comienzo que explica", a la confusión  entre "filiación" y "explicación". Y Marc Bloch explica aquí —  hecho esencial para la historia dé Europa y del Occidente— que  "el cristianismo [...] es por esencia una religión histórica", lo cual  le permite anudar lo que demasiado a menudo se separa en la  realidad histórica: "Una plétora de rasgos convergentes, sean de  estructura social, sean de mentalidad".

La historia, ciencia del tiempo y del cambio, plantea a cada instante  problemas delicados al historiador; así, por ejemplo, para su  "gran desesperación [...] los hombres no tienen el hábito, cada vez  que cambian de costumbres, de cambiar de vocabulario".

Una vez enviada al cementerio de los viejos caprichos la pregunta,  en adelante ociosa: la historia "¿es 'ciencia' o 'arte'?", el  medievalista Bloch enfoca lo esencial. Ya de entrada, notar el presente,  que él prefiere llamar "lo actual" definiendo lo que hoy se  ha nombrado "la aceleración de la historia", da un ejemplo concreto  de ésta cuya formulación esboza a la vez un problema y una  vía de investigación explicativa: "Desde Leibniz, desde Michelet  se produjo un hecho importante: las revoluciones sucesivas de las  técnicas ampliaron de manera desproporcionada el intervalo psicológico  entre las generaciones". Después, considerar "el presente  humano" como "perfectamente susceptible de conocimiento  científico" y no reservar su estudio a unas disciplinas "bien distintas"  de la historia: sociología, economía, periodismo ("publicistas",  dice Marc Bloch), sino, en cambio, anclarlo en la historia  misma. De allí los límites y la impotencia de los historiadores  friolentos que tienen miedo al presente, los que "desean evitar a la  casta Clío unos contactos demasiado quemantes", aquellos a los  que llama "anticuarios", encerrados en una concepción del puro  pasado de la historia, o los eruditos, incapaces de pasar de la recabación   de los datos a la explicación histórica, lo que no es descalificar,  sino, al contrario, la erudición que todo historiador debe practicar, pero en la cual no debe encerrarse. Pero "el erudito a  quien no le gusta mirar a su alrededor los hombres, ni las cosas,  ni los acontecimientos [...] haría bien en renunciar al [nombre] de historiador".
El presente bien precisado y definido comienza el proceso fundamental del oficio de historiador: "comprender el presente por el pasado" y, correlativamente, "comprender el pasado por el presente".
La elaboración y la práctica de "un método prudentemente regresivo" es uno de los legados esenciales de Marc Bloch, y esta herencia ha sido, hasta hoy, muy insuficientemente recogida y explotada. La "facultad para aprehender lo vivo [...] es la principal calidad del historiador", y no se adquiere ni se ejerce sino "por un contacto permanente con el presente". La historia del historiador comienza por hacerse "hacia atrás".

Entonces el historiador podrá captar su presa, el "cambio", entregarse eficazmente al comparativismo histórico y emprender "la única historia verdadera [...] la historia universal". Por mi parte, yo preferiría decir, como Michel Foucault, la historia general.
Y de allí surgen tres afirmaciones que son otras tantas exhortaciones.
"La ignorancia del pasado no se limita a dañar el conocimiento del presente sino que compromete, en el presente, la acción misma" constituye la primera. Más allá del historiador, Marc Bloch se dirige a todos los miembros de la sociedad y, para empezar, a quienes pretenden guiarla. No parece haber sido bien escuchada hasta hoy.
La segunda es que "también el hombre ha cambiado mucho: en su espíritu y, sin duda, hasta en los más delicados mecanismos de su cuerpo. Su atmósfera mental se ha transformado profundamente y no menos su higiene y su alimentación". Por ello es legítimo el estudio de las mentalidades como objeto de la historia, pero también el llamado, siempre actual, a estudiar la historia del cuerpo, a seguir lo que Marc Bloch llama, en otra parte, "las aventuras del cuerpo". Pero añade Marc Bloch: "Sin embargo, es necesario que exista en la naturaleza humana y en las sociedades humanas un fondo permanente, sin el cual los nombres mismos de hombre y de sociedad no querrían decir nada". ¿Cómo expresar mejor la legitimidad y la necesidad misma de una antropología histórica, que hoy hace progresos pese a las burlas de los tradicionalistas?
Por último, esta historia grande, profunda, larga, abierta, comparativa no puede ser realizada por un historiador aislado: "La vida es demasiado breve". "En aislamiento, ningún especialista comprenderá nada sino a medias, así fuera de su propio campo de estudio." La historia "no puede hacerse sino con ayuda mutua".
El oficio de historiador se ejerce en una combinación de trabajo individual y de trabajo por equipo. El movimiento de la historia y de la historiografía ha obligado a una mayoría de historiadores a salir de su torre de marfil.
Así limitado, sin otras fronteras que las del hombre y del tiempo, su dominio y su avance, el historiador puede sentarse ante su banco de trabajo. Su primera obra será "la observación histórica" (capítulo II). No debe ignorar "la inmensa masa de los testimonios no escritos", en particular los de la arqueología. Así, debe dejar de estar "en el orden documental obsesionado por el relato, tanto como en el orden de los hechos por el acontecimiento". Pero también debe resignarse a no poder conocerlo todo del pasado, a utilizar "un conocimiento por huellas", a recurrir a procedimientos de "reconstrucción", de los que "todas las ciencias ofrecen múltiples ejemplos". Pero si "el pasado es, por definición, un dato que nada modificará ya [...], el conocimiento del pasado es una cosa en progreso que sin cesar se transforma y se perfecciona". Sobre un punto muy importante, el conocimiento de las mentalidades individuales, los historiadores de los periodos antiguos, incluso de la Edad Media, se encuentran desarmados, pues no poseen "ni cartas privadas ni confesiones" y su tiempo nos ha legado, a lo sumo, "malas biografías en un estilo convenido". De allí resulta que "toda una parte de nuestra historia afecta necesariamente el vuelo, un poco exangüe, de un mundo sin individuo".
Hay que escuchar al siempre probo Marc Bloch aconsejar al historiador saber decir "no lo sé, no puedo saberlo"; pero yo creo que en ese punto es un poco pesimista. Los historiadores de las épocas remotas, y especialmente de la Edad Media, intentan hoy escribir biografías de acuerdo con métodos rigurosos pero más refinados, de reconstitución de las vidas, al menos de los hombres ilustres del pasado, y la historia del individuo en esos tiempos antiguos debiera beneficiarse con las investigaciones actuales relacionadas con el "retorno del sujeto" en filosofía y en ciencias sociales, retorno que no deja indiferentes a los historiadores.
Por otra parte, en su búsqueda de testimonios, el medievalista, según Marc Bloch, deberá interrogar, por ejemplo, las vidas de los santos, que le resultarán "de un valor inestimable" en cuanto a los informes que nos aportan "sobre los modos de vivir o de pensar (título de un capítulo memorable de La Société féodale) particulares de las épocas en que fueron escritas". Pero al hacerlo no deberá olvidar, como demasiados medievalistas, incluso después de Marc Bloch, que se trata de "cosas que la hagiografía no tenía el menor deseo de exponernos".
Lo esencial es ver bien que los documentos, los testimonios "no hablen sino cuando se les sabe interrogar [...]; toda investigación histórica presupone, desde sus primeros pasos, que la investigación tiene ya una dirección". Aquí es neta la oposición con las concepciones de los historiadores llamados "positivistas", pero aquí Marc Bloch se une a un célebre matemático, Henri Poincaré, quien había reflexionado sobre sus prácticas científicas y sobre las de sus colegas y mostrado que todo descubrimiento científico se produce a partir de una hipótesis previa. Había publicado, en 1902, La Science et l'Hypothése.

Otra ilusión de ciertos eruditos: "Imaginar que a cada problema histórico responde un tipo de documento, especializado en este empleo". La historia sólo se hace recurriendo a una multiplicidad de documentos y, por consiguiente, de técnicas: "Pocas ciencias, creo yo, se ven obligadas a emplear simultáneamente tantos útiles disímbolos. Y es que los hechos humanos son complejos entre todos. Y es que el hombre se coloca en el punto extremo de la naturaleza". Y de allí esta opinión: "Es bueno, a mi parecer, es indispensable que el historiador posea al menos un barniz de todas las principales técnicas de su oficio". Vemos aquí cómo Marc Bloch va más lejos en la concepción de las "ciencias auxiliares de la historia" que la mayoría de los historiadores tradicionales. Su empleo no debe hacerse en una fragmentación de especializaciones.
Aquí, una vez más, es necesario recurrir de manera global y total a las técnicas de recabación y de tratamiento de los documentos.
Pero, ¿cómo organizar la conducta y la explotación de esta observación histórica? Mediante el establecimiento de guías técnicas, de inventarios, de catálogos y de repertorios, y aquí Marc Bloch se encuentra con el gran trabajo de erudición realizado desde Cange y dom Mabillon (para los medievalistas), la gran labor del siglo XIX; pero a todo este aparato técnico no le asigna simplemente el papel pasivo de un tesoro que debe explotarse; le asigna la función de un vivero al servicio de las preguntas que habrá que hacer a los documentos y a la historia.
Marc Bloch también está atento a la transmisión de los testimonios, a los encuentros entre historiadores (él mismo y Lucien Febvre fueron asiduos de los grandes congresos internacionales de las ciencias históricas durante los años veinte y treinta), a los "intercambios de información", a todo lo que hoy llamaríamos la comunicación en historia. Pero va más lejos.
Marc Bloch desea, ante todo, un acuerdo de la comunidad histórica para definir "previamente y por acuerdo común, algunos grandes problemas dominantes" y llegando más allá, espera que "las sociedades consentirán, por fin, en organizar racionalmente, con su memoria, su conocimiento de ellas mismas".
Nos encontramos aquí en plena actualidad. ¿Qué objeto suscita hoy más la investigación y la reflexión de los historiadores, en colaboración con otros especialistas de las ciencias humanas y sociales, que la investigación de la memoria colectiva, base de la busca de la identidad? Veamos otro deseo que aún no se ha satisfecho por completo: el relato por el historiador de los problemas y de la historia de su investigación: Todo libro de historia digno de ese nombre debiera incluir un capítulo o, si se prefiere, insertar en los puntos claves del desarrollo una sucesión de párrafos que se titularían, poco más o menos: '¿Cómo puedo saber lo que voy a decir?' Estoy convencido de que al conocer estas confesiones, hasta los lectores que no son historiadores sentirían un verdadero placer intelectual. El espectáculo de la investigación, con sus éxitos y sus trabas, rara vez aburre. La totalidad ya acabada es la que difunde frialdad y tedio.

¡Qué modernidad de tono y de ideas!
Después de la observación, "la crítica" (capítulo III). Marc Bloch esboza allí la historia y designa el momento decisivo, el siglo XVII:
"La doctrina de investigaciones no se elaboró sino en el siglo XVII, cuya grandeza, en particular la de su segunda mitad, no siempre se aprecia tal y como se debiera". He aquí las fechas de nacimiento de los tres grandes nombres de la crítica histórica: el jesuita Papebroeck, fundador de la hagiografía científica y de la congregación de los volantistas, nacido en 1628; dom Mabillon, el benedictino de Saint-Maur, fundador de la diplomática, nacido en 1632; Richard Simón, el oratoriano que señala los comienzos de la exégesis bíblica crítica, nacido en 1638. Y detrás de ellos (pues Marc Bloch siempre tiene cuidado de situar la historia en un momento
del pensamiento) dos grandes filósofos, Spinoza, nacido en 1632, y Descartes, cuyo Discurso del método aparece en 1637.
Pero la crítica histórica se enreda en una erudición rutinaria que se priva "de esa sorpresa siempre renovada que sólo produce la lucha con el documento". Tengo interés en citar esas frases que muestran que para Marc Bloch el oficio de historiador es una fuente de placer. Marc Bloch fustiga a la vez "el esoterismo poco atractivo" (¡qué dicha leer, lo repito, lejos de toda jerga, el estilo sencillo y límpido de la Apología para la historia!), "el triste manual" y "los señuelos de una pretendida historia tristemente ilustrada por Maurras, Bainville o Plekánov". Marc Bloch encuentra entonces sus acentos más tiernos para hablar de "nuestras humildes notas, nuestras pequeñas referencias a tanteos".
Marc Bloch se explaya largamente sobre un problema que le llega al corazón, el de "perseguir la mentira y el error" del que tuvo experiencia no sólo en su trabajo de historiador, sino también en su vida de hombre y de soldado, a través de las falsas noticias de la Gran Guerra. Experiencia que lo marcó hasta el punto —como lo hemos notado Cario Ginzburg y yo—de haber influido sobre su investigación de los Reyes taumaturgos, beneficiarios de la credulidad popular que durante siglos consideró que los reyes de Francia y de Inglaterra tenían el poder de curar a los escrofulosos.
Marc Bloch enumera entonces minuciosamente las condiciones históricas de los tipos de sociedades sujetas, como la del Occidente medieval, a creer no lo que se veía en realidad sino lo
que, en cierta época, "se consideraba natural ver".
Y saluda el nacimiento de una disciplina "casi nueva": la psicología de los testimonios (la reflexión de Marc Bloch está centrada sin cesar en las posibilidades que la psicología puede ofrecer al historiador), disciplina que ha desarrollado y que especialmente ha inspirado un gran coloquio recién celebrado en Munich y una importante publicación sobre "Las falsificaciones de la Edad Media" (Falschungen im Mittelalter).
Marc Bloch desarrolla "un intento de una lógica del método crítico" que le permite volver a colocar, con características propias, la historia en el conjunto "de las ciencias de la realidad":
"Limitando su parte de seguridad a sopesar lo probable y lo improbable, la crítica histórica no se distingue de la mayor parte de las otras ciencias de la realidad sino por un escalonamiento de los grados, sin duda más matizado". Así, siempre sensible a la unidad del saber, Marc Bloch puede proclamar que "el advenimiento de un método racional de crítica, aplicado al testimonio humano" fue "una ganancia inmensa [...] no sólo para el conocimiento histórico, sino para el conocimiento a secas".
El capítulo comienza con "horizontes mucho más vastos: la historia tiene el derecho de contar entre sus glorias más indiscutibles el haber elaborado su técnica, el haber abierto a los hombres un nuevo camino hacia la verdad y, por consiguiente, hacia lo justo".
Marc Bloch, quien detesta a los historiadores que "juzgan" en lugar de comprender, no arraiga menos profundamente la historia en la verdad y la moral. La ciencia histórica remata en la ética. La historia debe ser verdad; el historiador se realiza como moralista, como hombre justo. Nuestra época, en desesperada busca de una ética nueva, debe admitir al historiador entre esos investigadores de la verdad y de lo justo, no fuera del tiempo, sino en el tiempo.
Así, comprender y no juzgar. Tal es la meta del "análisis histórico" en el cual comienza el verdadero trabajo del historiador después de los trámites previos de la observación y de la crítica histórica (capítulo iv). Marc Bloch, siempre cuidadoso de evitar toda pereza del espíritu, precisa que "comprender no es una actitud de pasividad". El historiador "elige y expurga", "ordena racionalmente una materia" cuya recepción pasiva "sólo conducirá a negar el tiempo y, por tanto, la historia misma". Está perfectamente reafirmado el nexo entre ordenamiento racional, tiempo e historia. Mejor, aún, este trámite racional se identifica con el orden del tiempo y con la naturaleza de la historia.
Este análisis debe dedicarse particularmente a precisar las "relaciones comunes a un gran número de fenómenos sociales", "las constantes interpretaciones" sin olvidar las "separaciones" que confieren a "la vida social [...] su ritmo casi siempre sacudido" y, abriendo la vía a un Paul Veyne o a un Michel Foucault que tratan de definir "estilos" en la historia, Marc Bloch propone la
tonalidad que, por ejemplo, puede caracterizar "la actitud mental de un grupo". Sensible a esta trama, a esta rapsodia de la historia, Marc Bloch detecta bien esta falta de autonomía de las historias particulares y, más específicamente, de la historia económica.
Ello puede decirse en especial de la Edad Media que no tenía un concepto de la economía y que no se contentó "con hacer coexistir lo religioso con lo económico" sino que los "entrelazó". Marc
Bloch señalaba así lo que el economista Karl Polanyi (muerto en 1964) llamaría la economía "encastrada" (en la religión de la moral o la política) en las sociedades arcaicas y antiguas.
Aquí hay que leer bien a Marc Bloch, pues los guardianes celosos de su memoria, tanto más celosos cuanto que no son sus verdaderos discípulos, gritan: "¡traición!" cuando un historiador que se declara descendiente de los Annales, en lugar de la historia "global" o "total" separa en la historia a un objeto particular. Ahora bien, Marc Bloch escribió: "No hay nada más legítimo, nada frecuentemente más saludable que centrar el estudio de una sociedad en uno de sus aspectos particulares o, mejor aún, en uno de los problemas precisos que plantea tal o cual de esos aspectos: creencia, economía, estructura de las clases o de los grupos, crisis políticas".
Un aspecto importante del análisis histórico es el del vocabulario, de la terminología, de la "nomenclatura". Marc Bloch ha demostrado bien cómo el historiador debe llevar a cabo su análisis con ayuda de un doble lenguaje, el de la época que estudia, que le permite evitar el anacronismo, pero también el del aparato verbal y conceptual de la disciplina histórica actual: "Estimar que la nomenclatura de los documentos pueda bastar por completo a fijar la nuestra equivaldría, en suma, a reconocer que nos aportan el análisis ya hecho". Volvemos a ver allí la sana fobia de la pasividad. Pero el historiador, si no tiene el fetichismo de la etimología ("una palabra vale mucho menos por su etimología que por el uso que se le da"), se consagrará al estudio de los sentidos, a la "semántica histórica", cuyo renacimiento actual debemos desear.
Y se resignará a que unos términos mal elegidos, pasados por todas las salsas, vacíos de sentido por la historia, sigan formando parte de su vocabulario: ejemplos, "feudalidad", "capitalismo", "Edad Media". Y dichos conceptos siquiera tienen el mérito de desembarazar a la historia de una clasificación por "hegemonías de naturaleza diplomática y militar". Marc Bloch nos recuerda que Voltaire había hecho oír su protesta: "Parece ser que, desde hace mil cuatrocientos años, no hubo en las Galias más que reyes, ministros y generales".
El tiempo de la historia por reinados está casi realizado, pero el de la tiranía abusiva de los siglos —divisiones artificiales, si las hay— continúa, y ¿cómo liberarnos de "feudalidad", de "capitalismo" y de "Edad Media"?
Aquí hay que volver a la idea central de ese capítulo, la de las imbricaciones de los componentes de las sociedades humanas sumergidas en la historia: "hemos reconocido que, en una sociedad, cualquiera que sea, todo se liga y se manda mutuamente: la estructura política y social, la economía, las creencias, las manifestaciones más elementales, así como las más sutiles de la mentalidad".
Y aquí, Marc Bloch se quita el sombrero ante uno de los grandes antepasados de la historia nueva, Guizot, quien habló de un complejo "en el sentido del cual todos los elementos de la vida del pueblo, todas las fuerzas de su existencia vienen a reunirse".
A ese complejo, "¿cómo llamarlo?" Marc Bloch arriesga una palabra (y una idea), cuya historia ya fue escrita por Lucien Febvre: "civilización". No negaré su interés, pero debo comprobar, no sin lamentarlo, que hoy se encuentra casi limitada a la lengua y a la civilización francesas. En otras partes triunfa la "cultura" que no es lo mismo y no se sitúa en el mismo nivel de calidad. Señal de los tiempos, sin duda, que condenan la civilización por su elitismo y la rechazan para la masa de la cultura, invadiendo un ámbito histórico al que hace menos humano y más material.
El combate de Fernand Braudel que deseaba sustituir "cultura material" por "civilización material" también parece perdido. ¿Habrá que resignarse a esta inhumanidad?
Marc Bloch no pudo terminar —su trabajo fue interrumpido por la participación activa en la Resistencia, y el hilo de su vida fue cortado por las balas del pelotón enemigo en 1944— el capítulo V que habría sido, sin duda, el de la "explicación en la historia".
Sólo redactó el comienzo sobre "la noción de causa". Marc Bloch nos da, aún allí, algunos mensajes de gran importancia. Para empezar una nueva protesta contra el "positivismo" que
"ha pretendido eliminar de la ciencia la idea de causa", pero también la condena de la tentativa de reducción del problema de las causas en la historia a un problema de motivos y el rechazo de la "trivial psicología". Rechazo en que debemos meditar, pues por el camino real, demasiado real de las mentalidades, se ha lanzado la corriente de una vulgar psicología.
Luego, la designación de un nuevo ídolo que se debe expulsar de la problemática del historiador: "la superstición de la causa única".
La condena es sin apelación: "prejuicio del sentido común, postulado de lógico, tic de magistrado instructor, el monismo de la causa no sería más que una carga para la explicación histórica". La vida y, por tanto, la historia son múltiples en sus estructuras, en sus causas.
Marc Bloch señala, al respecto, otro "error": "aquel en que se inspiraba el seudodeterminismo geográfico, hoy definitivamente arruinado". Y añade: "El desierto, diga lo que dijere Renán, no necesariamente es monoteísta". No estoy seguro de que ese cadáver haya dejado de moverse. Hace poco tiempo, buenas gentes aún se maravillaban de las lucubraciones (de las que se sabe además, hoy, que no estaban exentas de todo relente fascista) de un André Siegfried, cuya geografía electoral fantasmagórica de Francia parecía llena de seducciones. No, el granito no vota.
Llega ahora el doloroso momento en que la frase queda inconclusa, en que la página queda inexorablemente blanca... Pero el fin es bello: "Para decirlo todo en una palabra, las causas, en historia más que en otras partes, no se postulan. Se buscan". El libro interrumpido termina con una frase de hombre de oficio, de investigador, pero también con una tonalidad pascaliana.
Se dice comúnmente hoy —sobre todo entre quienes no los quieren— que Marc Bloch y los Annales triunfaron y que su concepción de la historia conquistó la ciencia histórica; pero ése es un pretexto para relegar su lección y su ejemplo al museo de las antigüedades historiográficas. Esta afirmación errónea o maliciosa oculta dos verdades.
La primera es que si Marc Bloch y los Annales ejercieron una influencia decisiva sobre la renovación de la historia, esa renovación ha sido limitada, especialmente en aspectos esenciales de sus orientaciones, como la concepción de la historia-problema o la historia interdisciplinaria.
La segunda es que un libro como éste conserva actualmente gran parte de su novedad, de su necesidad, y que debe recuperar su eficacia.
Sobre la complejidad del tiempo histórico, sobre la necesidad de la explicación histórica, sobre la naturaleza de la historia del presente, sobre las relaciones entre presente y pasado, sobre
"el ídolo de los orígenes", sobre la noción de "causa" en historia, sobre la naturaleza y la construcción del hecho histórico, sobre la función de la toma de conciencia, el tratamiento del "azar" y las formas de la mentira y del error en historia, sobre el discurso histórico, sobre las maneras legítimas de hacer historia, sobre la definición de una necesaria investigación de la "verdad" histórica (so pretexto de no dejarse engañar por la artificialidad de la historia, la que comparte con todas las ciencias, pues no hay saber sino a ese precio, se ha querido negar la existencia de una verdad histórica para entregarse a una práctica pretendidamente nietzscheana
de un juego histórico con reglas arbitrarias), sobre la obligación de una ética de la historia y del historiador, hay que volver a partir de este libro. Y si Marc Bloch guardó su secreto sobre su concepción de la actitud del historiador frente al futuro, nos legó ese problema como herencia imperativa.
Entonces, ¿un retorno a Marc Bloch? Sin duda alguna será uno de los más fecundos, entre otros que a menudo no son sino modas que ocultan mal un retorno a una prehistoria historiográfica.
Pero evidentemente, escuchando aún el consejo de Marc Bloch:
"Permaneceré, pues, fiel a sus lecciones criticándolas, allí donde lo juzgaré útil, muy libremente, como deseo que un día mis discípulos, a su vez, me critiquen". En efecto, este libro no es un punto de llegada, sino un punto de partida.
¿Qué pueden pensar hoy de esta obra un historiador, un docente de la historia, un estudiante, un aficionado a la historia? (y toda mujer, todo hombre, deben ser, en el espíritu de Marc Bloch, aficionados y tal vez amantes de la historia).
Para empezar, es la obra de un hombre de gran inteligencia y sensibilidad, hombre y ciudadano tanto como profesor e historiador, orgulloso de la certidumbre pero consciente de la juventud incierta de la ciencia histórica, cargado de una erudición grande y profunda, pero dispuesto a las aventuras intelectuales, con sed de saber, de comprensión y de explicación. También es obra de un historiador nacido en 1886, formado en el seno de una familia universitaria judía y partidaria de Dreyfus, insatisfecha de la estrechez y de la superficialidad, de la concepción, de la práctica y de la enseñanza de la historia en la Francia de comienzos del siglo xx y que, por medio de su encuentro con Lucien Febvre, se convirtió en uno de los grandes protagonistas de la renovación
de la historia entre las dos guerras, por su obra, su enseñanza y la influencia de los Annales de los que, como lo hemos dicho, fue cofundador.
Un hijo espiritual de Michelet y de Fustel de Coulanges, que también recogió lo mejor de la historiografía europea a finales del siglo XIX y a comienzos del siglo XX, un lector de Marx, de Durkheim y de Simiand, siempre dispuesto a escuchar aquellos de sus mensajes que profundizan y confortan la historia, a resistir, asimismo, a aquello que en dichos análisis elimina el tiempo real de la historia y los hombres concretos que la sufren pero que también son sus protagonistas, incluso los actores anónimos de las profundidades. Como él se habría definido a sí mismo, un hijo de su época, más aún que de su padre. Y esta época es la Tercera República, las dos guerras mundiales que Marc Bloch "pasó" y vivió intensamente como ciudadano, como soldado y como historiador.
Obra de ese Marc Bloch individual y colectivo, Apología para la historia es también el producto de un momento: el de la Francia vencida, postrada en la derrota, en la ocupación y en el infame
gobierno de Vichy, pero en que un Marc Bloch captó los primeros latidos de una esperanza, a la vez de una liberación de la historia, que había que ayudar en la resistencia activa, y de un progreso para la historia o el oficio de historiador de la ciencia histórica, a la que había que iluminar escribiendo este libro. Así como el historiador belga Henri Pirenne, ese gran maestro y cómplice citado aquí frecuentemente —puesto en arresto domiciliario por los alemanes durante la primera Guerra Mundial—, escribió una pionera Historia de Europa, así en el mismo momento, en un campo de prisioneros en Alemania, Fernand Braudel elaboraba su tesis sobre La Méditerranée et le Monde méditerranée a l'époque de Philippe II (1949). Este libro inconcluso es un acto completo de historia. “...

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