Lectura y estrategias de
aprendizaje
Isabel Solé i Gallart
Dpto. de Psicología Evolutiva y
de la Educación de la Universidad de Barcelona.
Condiciones y estrategias de
aprendizaje en los textos escritos. Primero, se señalan las relaciones entre
leer, comprender y aprender. En segundo lugar, el tema de las estrategias de
aprendizaje y su aplicación a los textos escritos. El tercer apartado considera
lo que es necesario para que la lectura permita el aprendizaje. Por último, se
hace referencia a la necesidad de enseñar las estrategias que permiten
comprender y aprender lo que se lee.
Aprendizaje de la lectura y la
escritura, Lengua y Literatura
Probablemente, se habrá usted
dado cuenta de que uno de los medios más poderosos que poseemos los humanos
para informarnos y aprender consiste en leer textos escritos. Desde luego, no
es el único medio: las explicaciones orales, los audiovisuales, la experiencia
de otros y la propia son fuentes de aprendizaje insustituibles e inagotables.
También es verdad que la lectura no sirve sólo para adquirir nuevos
conocimientos; para muchos, leer es un medio de evasión, de disfrute, un
instrumento que nos permite compartir experiencias y mundos ajeno a los
propios, cuya repercusión trasciende lo cognitivo para llegar a emocionarnos, a
apasionarnos, a transportarnos (Solé, 1992; Solé, 1993a, en prensa).
Aunque parto de una visión amplia
de los medios de que disponemos para adquirir nuevos conocimientos y de una
visión también amplia de la lectura y de los objetivos a los que sirve, en este
artículo voy a ocuparme de la lectura en su faceta de instrumento para el
aprendizaje. En primer lugar, señalaré las relaciones que existen entre leer,
comprender y aprender. En segundo lugar, abordaré el tema de las estrategias de
aprendizaje y de su aplicación a los textos escritos. En el tercer apartado del
artículo voy a considerar aquello que es necesario para que la lectura permita
el aprendizaje. Terminaré con una breve referencia a la necesidad de enseñar,
en el ámbito de la escuela, las estrategias que permiten comprender y aprender
lo que se lee, como condición para afrontar con éxito los retos que ella misma
plantea y como camino privilegiado para aprender a aprender, lo que permite
afrontar entonces algunos de los desafíos más interesantes que encontramos a lo
largo de la vida.
LECTURA Y APRENDIZAJE
Hace ya algunos años, en esta
misma revista publiqué un artículo cuyo título, «Aprender a leer, leer para aprender»(1)
pretendía dar cuenta de un paso, trascendente y comprometido, entre el
aprendizaje inicial de la lectura y el uso de ésta como instrumento de
aprendizaje. En aquella ocasión, y en otras posteriores, he
insistido — como
por otra parte han hecho muchos autores— en que determinadas formas de enseñar
y de aprender a leer ayudan a que el paso que he mencionado pueda realizarse
sin dificultades excesivas, pues han respetado desde el principio —es decir,
desde la enseñanza inicial— la relación característica que se establece en la
lectura: una relación de interacción entre el lector y el texto, en la que
ambos aportan, ambos son importantes, y en la que manda el lector.
Esta forma de ver la lectura,
acorde con los postulados del modelo interactivo (Adam y Collins, 1979; Alonso
y Mateos, 1985; Solé, 1987a; 1987b), cuenta con un lector activo que procesa en
varios sentidos la información presente en el texto, aportándole sus
conocimientos y experiencia previos, hipótesis, y capacidad de inferencia; un
lector que permanece activo a lo largo del proceso, enfrentando obstáculos y
superándolos de diversas formas, construyendo una interpretación para lo que
lee y que es capaz de recapitular, resumir y ampliar la información obtenida.
Son todas estas operaciones las
que le permiten comprender, atribuir significado al texto escrito, en un proceso
que podemos caracterizar en términos semejantes a los que Ausubel (1976)
utilizó para describir el aprendizaje significativo. Comprendemos porque
podemos establecer relaciones significativas entre lo que ya sabemos, hemos
vivido o experimentado y lo que el texto nos aporta. Por ejemplo, si usted
comprende lo que está escrito es porque puede ir relacionándolo con cosas que
ya conocía; quizá no sea lo mismo, pero puede ir integrando la información
novedosa en sus esquemas previos. Ello le permite no sólo comprender, sino
también ampliar (¡quizá!) aquello que ya sabía.
Sin embargo, usted no comprende
sólo porque dispone de conocimientos previos y porque se muestra activo relacionando,
comparando...; comprende porque el texto se deja comprender (al menos, pretendo
que así sea), es decir, porque posee una cierta estructura, porque sigue una
cierta lógica, porque, en una palabra, es comprensible.
Como más adelante veremos, la
estructura de los textos constituye un aspecto importante para explicar tanto
el éxito como las dificultades que los lectores pueden experimentar al leer e
intentar aprender a partir de lo que leen, así como para ofrecer pistas que
faciliten su tarea.
La actividad intelectual que se
moviliza cuando se trata de comprender un texto (actividad que lleva a seleccionar
esquemas de conocimiento adecuados, valorar su plausibilidad, integrar en ellos
la nueva información, modificando lo uno y lo otro si es necesario, incluso
llegando a elaborar nuevos esquemas) es responsable de que a través de la
lectura aprendamos incluso cuando ése no es el propósito que nos mueve a leer.
León y García Madruga (1989) señalan, por una parte, que la intención de
aprender no constituye una garantía de que el sujeto aprenda (desde luego, se
precisa algo más que querer, como hemos visto) y por otra parte, citan a Bower
(1972), quien encontró que sujetos que no pretendían aprender adquirían tanta
información como los que leían con este propósito.
Probablemente sea el poder de la
lectura de ponernos en contacto con perspectivas distintas a la nuestra, y el
hecho de que comprender implica poder atribuir significado a lo nuevo,
relacionarlo sustantivamente con lo que ya se poseía —que se integra de este
modo en nuestra estructura cognitiva—, lo que explique que cuando comprendemos,
aprendamos, aun sin proponérnoslo. Podríamos considerar que se produce así un
aprendizaje incidental, distinto sin embargo del que construimos cuando la
intención que preside nuestra lectura es aprender, y cuando podemos poner los
medios adecuados para que ello se produzca.
Todo el proceso descrito no
resulta posible sin la implicación activa del lector; se requiere entonces que
éste encuentre sentido a leer. En el sentido (Coll, 1988; Solé, en prensa, b)
se incluyen los aspectos motivacionales y afectivos que actúan como motor del
aprendizaje. Sólo cuando comprendemos el propósito de lo que vamos a hacer,
cuando lo encontramos interesante, cuando desencadena una motivación intrínseca
y cuando nos sentimos con los recursos necesarios para realizar una tarea, le
encontramos sentido y, entonces, le podemos atribuir significado. Aunque no
podemos detenernos aquí en este importante aspecto, vale la pena señalar que
nuestro autoconcepto y autoestima influyen poderosamente en nuestra capacidad
de darle sentido al reto que supone leer y aprender; y, recíprocamente, que los
resultados que obtenemos en esta tarea contribuyen a conformar tanto el conocimiento
que tenemos de nosotros mismos como el grado en que nos valoramos.
Desde la perspectiva de que
también, para leer, los aspectos de tipo emocional y afectivo son
fundamentales, y desde la asunción de que la lectura implica la comprensión y
que ésta es imprescindible para realizar aprendizajes significativos, podemos
ahora abordar el segundo apartado de este artículo: las estrategias de
aprendizaje y los textos escritos.
ESTRATEGIAS DE APRENDIZAJE Y
TEXTOS ESCRITOS
Las estrategias de aprendizaje han
sido definidas como secuencias de procedimientos o actividades que se realizan
con el fin de facilitar la adquisición, almacenamiento y/o utilización de la
información (Pozo, 1990; Danserau, 1985; Nisbett y Shucksmith, 1987). Es decir,
se trata de actividades intencionales que se llevan a cabo sobre determinadas
informaciones (orales, escritas o de otro tipo) con el fin de adquirirlas,
retenerlas y poderlas utilizar.
Esta definición merece algunos
matices. Empezando por su parte final, y desde una perspectiva constructivista,
adquirir, almacenar y/o utilizar la información alude a la posibilidad de
construir significados sobre ella —véase el apartado anterior—, lo que favorece
su memorización comprensiva y la funcionalidad de lo aprendido (otra cosa es que,
además, se lleven a cabo actividades concretas con el fin de promover la
práctica de lo adquirido, o su retención).
Siguiendo con la definición,
conviene resaltar el carácter de las estrategias, que no prescriben ni detallan
totalmente el curso de la acción a seguir; son más bien sospechas inteligentes,
aunque arriesgadas, acerca del camino más adecuado que hay que tomar (Valls,
1990). Es decir, cuando usamos estrategias no aplicamos mecánicamente una
receta, sino que tomamos decisiones en función de los objetivos que perseguimos
y de las características del contexto en que nos encontramos. Por ello, tanto
la autodirección —presencia de un objetivo y conciencia de que existe— como el
autocontrol —supervisión y evaluación de las propias acciones en función de los
objetivos, modificándolas si es preciso— son componentes fundamentales de las
estrategias.
Entendidas de este modo, las
estrategias de aprendizaje adquieren el rango de capacidades cognitivas
estrechamente relacionadas con la metacognición —capacidad de conocer el propio
conocimiento, de pensar sobre nuestra actuación, de planificarla, evaluarla y
modificarla—, permiten dirigir y regular nuestra actuación y, como afirman
Nisbett y Shucksmith (1987), constituyen la base de la realización de las tareas
intelectuales.
Por último, resulta necesario
detenerse brevemente en el hecho peculiar de que, con gran frecuencia, esas estrategias se aplican a información escrita
con la finalidad de aprenderla. Pozo (1990) define las actividades realizadas
por los alumnos cuando aprenden a partir del texto como estrategias de
elaboración y de organización del conocimiento, ya en el tramo superior de las
estrategias de aprendizaje, que permiten atribuir significado al texto y
organizar sus ideas.
Cuando se trata de aprender, el
texto escrito presenta la ventaja frente a otro tipo de informaciones —por ejemplo,
orales— de su permanencia y de que el lector puede volver sobre él,
manipulándolo y organizándolo según le convenga; sin embargo, como contrapartida,
se encuentra desprovisto del contexto que envuelve lo oral y que facilita su
explicitación. Además, las distintas estructuras textuales presentan
peculiaridades que influyen en la capacidad de comprensión.
En relación a esto último, no
existe unanimidad entre los autores a la hora de considerar las grandes
categorías de textos en que se organiza la información escrita. Por ejemplo,
Adam (1985) distingue como principales los textos narrativos, descriptivos,
expositivos e instructivo-inductivos; León y García Madruga (1989) proponen seguir
la clasificación más generalizada entre textos narrativos, descriptivos y
expositivos; Cooper (1990), por su parte, en una clasificación muy orientada a
la enseñanza, distingue dos estructuras básicas: narrativa y expositiva, dentro
de ésta señala la presencia de textos expositivos de tipo descriptivo,
agrupador, causal, aclaratorio y comparativo. Más allá de las discrepancias,
emerge un cierto consenso en torno a tres cuestiones básicas:
—La regularidad de la estructura
narrativa (cuya secuencia incluye un estadio inicial, una complicación, una
acción, una resolución y un estado final).
—El hecho de que la prosa de la
estructura narrativa resulta más fácil de comprender y de retener. Ello puede
atribuirse tanto a la menor cantidad de información que generalmente aportan
las narraciones, cuanto a la mayor familiaridad del lector con su estructura,
así como al hecho de que generalmente no son esos textos los que se ofrecen
para aprender.
—La gran variedad que puede presentar
la estructura expositiva —en función de la información de que se trate y de los
objetivos que persiga el autor—, y la mayor dificultad que presenta para el
lector.
Respecto de esto último, un
aspecto que conviene tener en cuenta se refiere a que en el aprendizaje de la lectura,
es decir cuando se aprende a leer, normalmente se ofrece a las alumnas y
alumnos textos narrativos; sin embargo, cuando leen para aprender, deben
aplicar sus conocimientos a textos expositivos cuyas características les son
fundamentalmente desconocidas, y además con el fin concreto de ampliar dichos
conocimientos. Ello exige enseñar a manejar estas distintas estructuras
mediante actividades de lectura que hagan posible el aprendizaje, a las que
vamos a referirnos inmediatamente.
ESTRATEGIAS DE LECTURA Y
APRENDIZAJE
Como he señalado en el primer
apartado de este artículo, cuando leemos, frecuentemente aprendemos, aunque ése
no sea el propósito que nos guía. Sin embargo, propongo que hablemos de leer
para aprender cuando la finalidad que perseguimos explícitamente es la de
ampliar los conocimientos que poseemos mediante la lectura de un texto
determinado. Ese texto puede ser señalado por otros o bien fruto de una
decisión personal, lo que puede crear ya unas diferencias notables en el
enfoque con que se aborda, en general, en la escuela lo habitual es lo primero,
por lo que habrá que prestar una atención especial a que los alumnos le puedan
encontrar sentido.
Cuando leemos para aprender, nuestra
lectura suele ser lenta y por lo general, repetida; por ejemplo, al estudiar,
podemos hacer una primera lectura que nos proporcione una visión general y
luego ir profundizando en las ideas que contiene. En el curso de la lectura, el
lector se encuentra inmerso en un proceso que le conduce a interrogarse sobre
lo que lee, a establecer relaciones con lo que ya sabe, a revisar los términos
que le resultan nuevos, complicados o polémicos, a efectuar recapitulaciones y
síntesis frecuentes, a subrayar, a elaborar esquemas, a tomar notas... Es
habitual y de gran ayuda elaborar resúmenes sobre lo leído y aprendido, anotar
las dudas y, en general, emprender acciones que permitan subsanarlas.
Podríamos decir, en síntesis, que
cuando leemos para aprender las estrategias responsables de una lectura eficaz
y controlada —que cuando leemos con otros fines se encuentran en estado de
piloto automático— se actualizan de forma integrada y consciente, lo que
permite la elaboración de significados que caracteriza el aprendizaje.
Siguiendo a Palincsar y Brown (1984), he sugerido en otro lugar (Solé, 1992)
que dichas estrategias son las siguientes:
—Las que permiten dotarse de
objetivos concretos de lectura y aportar a ella los conocimientos previos relevantes:
comprender los propósitos explícitos e implícitos de la lectura; activar y
aportar a la lectura los conocimientos previos pertinentes para el contenido de
que se trate (en relación al contenido, al tipo de texto, etc.).
—Las que permiten establecer
inferencias de distinto tipo, revisar y comprobar la propia comprensión
mientras se lee y tomar medidas ante errores o fallos en la comprensión:
elaborar y probar inferencias de diverso tipo (interpretaciones, predicciones,
hipótesis y conclusiones), evaluar la consistencia interna del contenido que
expresa el texto y su compatibilidad con el propio conocimiento y con el
sentido común; comprobar si la comprensión tiene lugar mediante la revisión y
recapitulación periódica y la autointerrogación.
—Las dirigidas a resumir, sintetizar
y extender el conocimiento obtenido mediante la lectura: dirigir la atención a
lo que resulta fundamental en función de los objetivos que se persiguen;
establecer las ideas principales, y elaborar resúmenes y síntesis que conduzcan
a la transformación del conocimiento (que integran la aportación del lector,
quien mediante el proceso de lectura/redacción puede elaborar con mayor
profundidad los conocimientos adquiridos y atribuirles significado propio) por
oposición a resúmenes que se limitan a decir el conocimiento de otro con menos
palabras (Bereiter y Scardamalia, 1987).
Algunas precisiones para terminar
este apartado. En primer lugar, estas estrategias, como ya he señalado, se encuentran
presentes en situaciones de lectura distintas de las que comentamos aquí; según
los objetivos, unas tendrán mayor influencia o presencia que otras. En segundo
lugar, todas ellas, cuando leemos para aprender, aparecen integradas en el
curso de la lectura: previamente a ella, mientras leemos y después de leer.
Ello sugiere la necesidad de tener en cuenta todas estas fases cuando se trata
de enseñar (antes, durante, después) y simultáneamente rehuir aproximaciones
muy estrictas (éstas sólo antes, éstas sólo después). Desde mi punto de vista,
sería incorrecto incorporar la aportación de objetivos y conocimientos previos
antes de la lectura y no tenerlos en cuenta cuando se trata de establecer una
idea principal, por ejemplo. En tercer lugar, cuando se trata de aprender, es
necesario añadir a las estrategias de lectura otras estrategias, como las de
escritura, necesarias para resumir. Por último, aunque algunas estrategias
pueden ser practicadas de forma aislada, es conveniente, para no desvirtuarlas,
que se trabajen lo más integradamente posible en situaciones significativas de
lectura y aprendizaje; ello hace sin duda todavía más compleja su enseñanza.
¿Y TODO ESTO SE ENSEÑA?
A esta pregunta hay que responder
con prudencia, señalando que todo hace indicar que a veces sí, y a veces no; y
que a veces se enseña a destiempo. Aunque se dedican muchos esfuerzos a la
lectura, es verdad que suelen concentrarse en su aprendizaje inicial. Es como
si se considerara que una vez que un alumno ha aprendido a leer, va a poder
utilizar la lectura para aprender a partir de textos y para cualquier otra
finalidad que se proponga conseguir. De hecho, si un alumno aprende a leer
comprensivamente, habrá aprendido a poner en práctica algunas de las
estrategias que hemos comentado en el apartado anterior; pero, como se ha
visto, para aprender es necesario utilizarlas consciente e integradamente, y se
requiere además el dominio progresivo de otras —como el resumen— que quizá no
han sido necesarias hasta que la lectura deviene instrumento de aprendizaje.
Por otra parte, hemos visto también que los textos que se ofrecen para el
estudio presentan dificultades debidas a razones que ya fueron esgrimidas.
Todo ello aboga por que las
estrategias de lectura se enseñen y se enseñen a tiempo: cuando se aprende a leer,
y cuando se empieza a utilizar la lectura como medio para aprender. Que se
enseñen a todos los alumnos, y en el curso de actividades ordinarias de
enseñanza no sólo a los que tienen dificultades de aprendizaje, ni
exclusivamente como programas específicos de técnicas de estudio.
Como contenidos de aprendizaje,
las estrategias se sitúan en la categoría de contenidos referidos a
procedimientos, como tales, es necesario planificar su enseñanza, ofrecer
oportunidades para su práctica y dominio, y evaluar su realización para poder
ir ajustando las ayudas que habrá que proporcionar. Su aprendizaje
significativo por parte de los alumnos va a requerir su implicación y actividad
intelectual; es necesario, pues, que se sientan motivados para ello, que le
encuentren el sentido y que dispongan de los medios que les permitan,
progresivamente y de forma inexorable, ir dirigiendo y controlando su
aprendizaje y su uso en situaciones distintas a la escolar.
Conviene resaltar el hecho de que
esas estrategias, necesarias para aprender cuando se lee, lo son también cuando
el aprendizaje se basa en lo que se escucha, en lo que se discute o debate.
Enseñarlas contribuye a dotar a los alumnos de recursos necesarios para
aprender a aprender.
Ésta es sin duda una de las
finalidades de la escuela. No podemos esperar que los alumnos la logren sin la participación
de los docentes. Una enseñanza de la lectura respetuosa con lo que ésta es —una
actividad cognitiva compleja— y con lo que supone aprender —construir
conocimientos, lo que exige la participación activa del alumno— constituye una
buena base. Situar a lo largo de la Educación Obligatoria la enseñanza de
estrategias de lectura como estrategias de aprendizaje contribuye a dotar a los
alumnos de los instrumentos necesarios para afrontar el desafío que supone
aprender, en la escuela y en la vida. Aunque pueda parecer difícil, muchos
profesores, mediante la ayuda que prestan a sus alumnos, logran este objetivo. De
la forma en que lo hacen deberemos ocuparnos en otra ocasión.
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prensa, b).
Valls, E. (1990): Ensenyança i
aprenentatge de continguts procedimentals». Una proposta referida
a l’Area de la Història, Tesis
Doctoral, Universidad de Barcelona.
no puedo entrar en el link
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